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La población civil guarece a los sandinistas

El movimiento sandinista ha organizado su resistencia en la zona liberada de Managua «La Trinchera», para poder aguantar los repetidos asaltos de la Guardia Nacional.Hemos encontrado unos guías improvisados, Jesús, de nueve años -parece que tiene seis- y su padre, José. Los hallamos en la periferia de la zona de los combates, donde los transeúntes circulan protegidos por la magia, siempre relativa, de las banderas blancas. Es preciso abandonar el automóvil en la acera de la calle, sin saber si algún revendedor de piezas hará allí su agosto. Entre los restos de barricadas endebles deshechas por la Guardia, cables eléctricos y cristales rotos, se desparraman por el suelo.

En seguida hay que meterse por callejuelas flanqueadas por casitas bajas de madera, con techo metálico, andando cautelosamente de uno en fondo por temor a invisibles francotiradores de la Guardia Nacional. Por la penumbra de los zaguanes se entrevé gente sentada. El horizonte está limitado ya por empalizadas que bordean las callejuelas. Sobre el cielo, el avión que todavía dispara cohetes a lo lejos, dibuja amplios círculos. Todo este barrio se halla sumergido en un profundo silencio.

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Una primera barricada sin defensas, hecha de adoquines. Adoquines y piedras basálticas talladas en una cantera, ironías de la suerte, propiedad de Anastasio Somoza. Detrás de la segunda barricada, veinte metros más allá, descubrimos una decena de siluetas y los perfiles sombríos de las metralletas. Nuestro guía habla en el puesto de control.

Dos o tres barricadas más allá se encuentra otra, principal, reforzada por sus flancos y que protege una trinchera sobre la que se hallan apostados veinte muchachos. Este enclave pertenece a la zona asignada a las milicias voluntarias de defensa -una pistola, un arma ligera para diez hombres, cada uno se arma como puede- y precede a la entrada a la zona controlada por los sandinistas, entrenados desde hace tiempo y pertrechados con armas de guerra. La impresión dominante es la de que se trata de un equipo algo esperpéntico, ya que las armas serias resultan insuficientes.

Un poco más acá aparecen todos los elementos de una vida cotidiana ordinaria: familias que duermen en sus casas, los niños en los porches donde se distribuyen los víveres. Una estancia cualquiera sirve como improvisado hospital de la Cruz Roja. Se dice que la ayuda a los heridos ha funcionado muy bien desde el principio de la ofensiva, ya que desde el origen se sumaron al movimiento muchas enfermeras profesionales. Las únicas personas que circulan por la calle son los sandinistas. Puede verse a uno explicando a un camarada el funcionamiento de un fusil ametrallador. Un grupo remoza una barricada, mientras otro bromea al abrigo de un refugio. Los responsables tienen entre veinte y treinta años. Los soldados son algo más jóvenes y entre ellos hay también un gran número de muchachas. Todos parecen tener una moral excelente.

El cuartel general, que es cambiado cada día, es una casa de madera con el techo de metal ondulado. Guerrilleros de enlace entran y salen constantemente. José se sienta con su hijo para escuchar nuestra conversación. Los dirigentes salen. La casa tiene una pieza única y en un rincón hay un camastro hipotéticamente protegido contra un obús o un mortero.

La conversación es distendida llena de un optimismo quizá exagerado. Las ráfagas se oyen muy cerca, pero los responsables de este campo liberado y atrincherado parecen confiados. Durante una hora los combates suenan lejanos. El retorno es más arriesgado que la ida.

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