Maestros del siglo XX: naturaleza muerta
«La naturaleza muerta -cuenta Sarah Stein que les decía Matisse a sus discípulos- plantea tantas dificultades como cualquier otro género clásico.»Seguramente, esto lo diría Matisse sin mayor énfasis, pero la Stein tomó nota de ello con aplicada perplejidad, ya fuera porque la cogía de nuevas, ya porque en boca de su maestro esa observación comportaba la afirmación, concluyente y preceptiva, de la autonomía del lenguaje artístico, más que la de los géneros en particular, declarada y consumada cincuenta años antes por Courbet y los pintores de la vida moderna.
Agravada por la tradicional inclinación de la burguesía hacia géneros tan «triviales» como el paisaje o la naturaleza muerta, la resistencia de los realistas a pintar aquello que el ojo no puede ver culminaba el descrédito del concepto de «historia» -desvaneciendo así el sueño romántico de remozar sus paradigmas morales y narrativos- y demostraba la irrelevancia de los criterios ideológicos con los que hasta entonces se había juzgado el arte. En efecto: si pintar un cesto con manzanas resultaba tanto o más legítimo que pintar a Leónidas en las Termópilas, esos criterios debían ser ahora de carácter técnico -por decirlo de algún modo- y juzgarse el valor de una obra de arte, no ya en función de la ejemplaridad o dignidad del asunto en ella representado, sino en función tan sólo de la capacidad de su autor para hacer visible, como decía Klee, aquel cesto o aquellas Termópilas.
Maestros del siglo XX: Naturaleza muerta
Fundación Juan March. Castelló, 77. Madrid.
Parece claro, por otra parte, que la neutralidad ideológica del paisaje y la naturaleza muerta aceleraba, o toleraba al menos, las licencias expresivas -siempre son mas numerosos y suspicaces los amigos de Leónidas que los de las manzanas-, y de ahí, en consecuencia, la fortuna de ambos géneros entre quienes, de Courbet a Cézanne, promovieron la reforma y emancipación del lenguaje artístico. No podía, pues, venir más al caso esta exposición de grandes maestros del siglo XX, en tomo a la naturaleza muerta, que ha organizado la Fundación Juan March.
La selección ha sido generosa, pero discutible. Monticelli, por ejemplo, nunca nos hará olvidar la ausencia de Cézanne; Odilon Redon no encaja para nada en el plan teórico de la exposición, si es que lo hubo, aunque se agradezca su presencia en medio de obras más razonables y también más ingratas; faltan incomprensiblemente nombres como De Chirico, Dalí o Morandi (¡!) etcétera. De inmediato se percibe un cierto desequilibrio, que favorece sin duda a los cubistas -ellos fueron, al fin y al cabo, los practicantes más asiduos e innovadores del género-, pero delante de las maravillosas Frutas variadas en un frutero, de Bonnard, y un estupendo dibujo al carbón de Matisse, uno deploraba allí, y aquí de nuevo, la irregular calidad de los Picasso, los Braque y los Léger, o la insólita torpeza del único Juan Gris. Más aun: ¿qué pintan todos esos Ben Nicholson y Dubuffet?, ¿o el abominable Huevo en soliloquio, de Tinguely? Excelentes, sin embargo, los Giacometti y el Beckmann, de 1942, y excepcional, en cualquier caso, esta exposición, por cuanto nos permite ver buena pintura reunida con un criterio sólo en parte convincente.
El hecho, sin embargo, de que se presente en esta ciudad una muestra de tales características debe ser destacado en un clima de atonía en el que sobresale la expectativa sobre lo que ha de venir en el futuro. Esta exposición del pasado tiene, al menos, la virtud de reconciliamos con la pintura de calidad.
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