El cuerpo femenino como modelo de placer
Hasta ahora todos los ideólogos de la liberación sexual sólo nos han propuesto una salida: el realismo orgásmico, el orgasmo masculino como referencia en torno a la cual se ordena eI ritual amoroso y con ello la inevitable sacralización del pene, el predominio de lo genital. Se ha hablado mucho de la diferencia de los sexos, cuando de lo que se debería hablar es de la diferencia de los cuerpos, o, mejor aún, de diferencia de sexualidades, porque mantener bajo la misma denominación las vivencias pulsionales de lo masculino y lo femenino equivale, tal como están las cosas, a ratificar el dominio del hombre sobre la mujer, a someterlos a ambos a la tiranía del orgasmo ideal.Pero aquí viene una pareja de casi desconocidos a anunciar alegremente, al grito de ¡Gozad, gozad, malditos!, el advenimiento de un nuevo orden amoroso, la muerte definitiva del falocentrismo, el fin del monopolio que ha ostentado -el cuerpo viril como representación y norma erótica en nuestra cultura. Profetas del caos erótico-festivo, Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut predicen que la virilidad está a punto de morder el polvo y la mujer dejará de ser objeto de placer para convertirse en modelo de placer. «La historia del afeminamiento de la alteración del cuerpo masculino -escriben- no ha hecho más que iniciarse.»
El nuevo desorden amoroso
Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut. Editorial Anagrama, Barcelona, 1979.
Pero con la entronización de esta alternativa no se persigue la inversión del encuadre a partir de un enfoque antípoda y antagónico, sino la aproximación a la máxima entropía erótica. Bruckner y Finkielkraut abjuran del andrógino hermafrodita que «nos soldaría en, un bloque petrificado» y sueñan descaradamente «en ser unos cuerpos sexuados por todas partes»; sueñan «con la adición de todas las sexualidades, y no con su anulación hipotética en una imagen».
Dos hombres
Y para ello, Bruckner y Finkielkraut, hombres los dos, no tienen pretensión alguna de feminizarse, ni lo sugieren como solución a sus congéneres; tratan, simplemente, de acoger la turbulencia de lo femenino, por muy inquietante que resulte, en propio y razonable beneficio.Porque la irrupción de la mujer en el escenario del amor -aseguran- permite vislumbrar unos horizontes impensables, trascender la inmutabilidad del falocentrismo que nos convierte a todos en unos obsesos del centro -en cuanto que en el centro está el falo- y saltar al espacio de movilidad múltiple, de los intercambios fortuitos.
Una parodia
Es su libro, a modo de ensayo de sociología irónica desvestido de toda estructura, parodia de - los grandes vates del sexo -desde Freud hasta Reich- y puro divertimento para el lector impúdico que se recrea en el rebullir de sus palabras, que surgen en turbión incesante y envolvente, casi acariciador. Pero sobre todo El nuevo desorden amoroso es una lúcida visión multidimensional del goce femenino, comparable sólo a la música oriental, tan despreciada en Occidente por su obsesiva complacencia en la repetición, y ante el cual no hay técnicos ni topógrafos, sino amantes desasidos, en primer lugar, desasidos del poder que creen ejercer. De ahí se infiere el odio o el terror del hombre ante la convulsión erótica femenina: «La mujer es su límite, lo que les bordea por todas partes, la tentación a la que no pueden ceder aunque lo quisieran con todas sus fuerzas».
Los signos del goce
El hombre deplora en la mujer la ausencia de una sensación única, de una huella que, como ocurre en él con la eyaculación, dé constancia inequívoca del placer. En ella los signos del goce son siempre turbios e inciertos -polisémicos, diría el lingüista-, pero en último término sólo remiten a sí mismos. Porque la mujer hace el amor para despertar su deseo y no para expulsarlo de ella y matarlo, como hace el hombre, y por ello se manifestará colmada, no porque esté satisfecha, sino porque su frenesí voluptuoso supera las posibilidades entrevistas por su deseo.El cuerpo femenino no se desgasta ni descarga; el placer fluye por imprevisibles cauces y se reconstruye a cada momento. En ello reside la infinitud de su capacidad para el goce, tan envidiable para el hombre que éste procura eludirla con los mitos de la ninfomanías -«son insaciables»- o de la frigidez irrelevante.
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