Descrédito del héroe
«Contra Franco vivíamos mejor.» Esta frase no es ninguna broma y continúa oyéndose con insistencia en boca de los nostálgicos de las luchas pasadas, cuando el riesgo y la claridad de objetivos sazonaban sus existencias cotidianas. «Contra Franco vivíamos mejor», viene a ser una paradoja similar a la que se oyó en los escenarios franceses después de la guerra: «Nunca fuimos más libres que bajo la ocupación alemana.»Sartre se lo hizo decir a su personales Orestes, símbolo de la Resistencia frente a la dominación nazi: «Habíamos perdido todos nuestros derechos, y primeramente el de hablar. Nos insultaban a la cara cada día y teníamos que callarnos. Nos deportaban en masa como trabajadores, como judíos, como prisioneros políticos; en todas partes, en los muros, e n los periódicos, en la pantalla, encontrábamos ese inmundo y feo rostro que nuestros opresores querían damos de nosotros mismos: a causa de todo eso, éramos libres. Puesto que el veneno nazi se infiltraba hasta en nuestros pensamientos, cada pensamiento justo era una conquista; puesto que una política todopoderosa trataba de imponernos el silencio, cada palabra era preciosa como una declaración de principio; puesto que estábamos acorralados, cada uno de nuestros gestos tenía el peso de un compromiso. » Tal era el sentimiento bajo la dictadura. Resistir era ser libres, negarse a la imagen que querían imponemos de nosotros mismos. Si el deber del preso es intentar la fuga, el del oprimido es resistir al tirano. Ningún objetivo intelectualmente tan diáfano como la rebelión. En tales tesituras, el silencio, la palabra o el gesto adquieren la consistencia de un arma de combate. Al no haber duda alguna, la conducta personal cobra una confianza y un vigor muy semejante al de la fe. Estar frente al mal absoluto es saberse en el terreno del bien.
Se vive una épica y hasta las palabras parecen uncidas de un fervor del que carecerían en otro contexto. El ser oprimido sabe que el opresor le vigila constantemente, está pendiente de él y eso le confiere un papel de protagonista que compensa muchos sufrimientos. Los que han vivido la clandestinidad lo entienden perfectamente. ¿Y cómo no exacerbar un poco esa conciencia de protagonista para pasar insensiblemente a la de héroe?
Héroe es aquel que lo tiene todo muy claro. Bajo las dictaduras, los campos suelen estar concluyentemente delimitados. Por eso, en el ámbito de la resistencia, cada cual es un héroe; sólo hay el objetivo común de la liberación. Este proceso psicológico proporciona la sensación de sentirse bien, a gusto consigo mismo, sin fisuras ni recelos íntimos. En tiendo que esta piel de héroe moleste a quienes la han llevado, pero las cosas fueron así, o, al me nos, así se ven a través de la distancia. El caso es que muchos de esos paladines se delatan cuando, entre bromas y veras, dicen: «Contra Franco vivíamos mejor.» Están expresando su nostalgia hacia un estilo de vida ya no vigente y del que han salido algo aturdidos, como siempre se sale de las batallas legendarias. Sien ten que algo les falta y es que están desnudos porque la piel heroica se les ha ido cayendo en escamas. Además, la victoria no ha sido suya, sino del tiempo. El invasor no fue arrojado de su imperio, se fue dictando testamento. Pero, ¿de qué libertad sienten nostalgia? Sin duda, de la libertad heroica, entre rejas, amordazada, perseguida. Una libertad artificial como todas las que se viven en las situaciones límites.
Ahora vivimos los tiempos del descrédito del héroe, por emplear la terminología de Caballero Bonald. No es cuestión de citar nombres y apellidos; yo me refiero aquí básicamente a un estado de ánimo que se reencarna, sobre todo, en aquellos que se sienten incapaces de superar su perdida condición heroica. Por eso les ha nacido una confusión tenaz, un desencanto y el despilfarro de las palabras.
Los momentos actuales no son heroicos, ni falta que hace. Que nadie eleve su egoísmo personal a la categoría de modelo de sociedad. Que se traguen su nostalgia, porque sí para sentirse reconciliados consigo mismo necesitan de la opresión o de la tierra quemada, más vale que sigan debatiéndose en su tóxica incoherencia.
Algunos de esos que no se resignan, sólo cuentan ya con el recurso de hablar por hablar, hasta caer en la cuenta de que ejercen un oficio relativamente ocioso. Hay una pira instalada en el centro de cada plaza donde se va consumiendo la mayoría de esas palabras. Y arden bien, quizá porque carecen de la consistencia que les daba la convicción plena.
Estos samurais se confunden de época. Se trata, pues, de que acomoden sus conciencias al contexto presente, cuelguen sus espadas flamígeras y aprendan a vivir sin necesidad de un Franco contra quien hacerlo. Las cosas son ahora más complicadas; el enemigo ha perdido la ene mayúscula, y resulta un poco bochornoso pretender seguir siendo héroe, aunque emboscado. Tendrán que conformarse con ser personas, incluso si esto les supone una injusticia histórica. Hemos perdido la estética de la épica, pero aún nos queda una sociedad que va del realismo al esperpento, del expresionismo a lo surreal, del rito a la crueldad, de la pantomima al guiñol. Hay cómo y dónde expresarse, por supuesto.
La frase «contra Franco vivíamos mejor» es hoy casi tan vil e ineficaz como la de «con Franco vivíamos mejor». La estéril nostalgia puede alcanzar tanto a unos como a otros. Afortunadamente, todo va quedando atrás. El tiempo, ese auténtico samurai que derrotó al depredador, acabará sumiendo a los héroes en el más absoluto y definitivo de los descrédito s.
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