Investidura bajo palio
LA ARBITRARIA decisión del señor presidente del Congreso de los Diputados de no someter a debate el programa de gobierno del partido al que sirve no tiene por qué extrañar a nadie. Lo chocante hubiera sido que el actual equipo gubernamental rompiera su ya probada tradición de falta de respeto a las normas habituales de cualquier sistema democrático y de respeto a los ciudadanos. Para mayor sonrojo, la decisión que comentamos coincide con la derrota, por un sólo voto, del Gobierno laborista inglés, acogida con aplausos por la Cámara de los Comunes y recibida con tal dignidad política por el ya destituido primer ministro que contrasta, vivamente, con este puerto de arrebatacapas en que «la nueva clase» española parece querer convertir nuestro Parlamento.¿Se quejan de abstencionismo en las elecciones? Pues más que habrá. ¿Qué sentido tiene, en un Parlamento democrático, que a pocas atribuciones que posea, la menor que se le debe respetar es la de parlamentar precisamente, no someter a discusión los puntos programáticos de la política con que se ha de gobernar a los españoles durante cuatro años? No es sólo un derecho de la oposición, es un derecho dé todos los ciudadanos, que han dado su voto a una Constitución democrática no para perpetuar a un gobernante ni a un partido en el poder, sino para garantizar, precisamente, que aquí se ha acabado con los hombres imprescindibles, con las ideas indiscutibles y con las cosas no negociables.
Pero, como decíamos, ¿a qué extrañarse? El Gobierno comenzó vulnerando la Constitución con el decreto-ley de seguridad ciudadana y ahora vulnera no sólo el respeto a los electores, sino hasta las leyes de la lógica. Con lo que no ha de poder es con la lógica misma. Paradójicamente, en esta decisión, que pone de relieve el ensoberbecimiento infantil de UCD tras las legislativas, radica la más inmediata de sus fragilidades. Pues es ya evidente lo mal que se acomodan sus hombres con las prácticas de un sistema democrático al que inevitablemente, y aunque no les guste, tendrán que elegir entre servir de veras o destruirlo. Suárez no le está haciendo la guerra con estas cosas al PSOE o al PCE, ni siquiera a Blas Piñar; está, simplemente, enfrentándose con todo aquel que crea en la realidad del referéndum constitucional de diciembre y tenga, además, la cabeza sobre los hombros. Comenzamos a dudar que estas dos condiciones se den mayoritariamente en los componentes de la ejecutiva del partido del Gobierno.
Pero vamos a verlo. Vamos a ver qué soluciones irreprochables se saca el señor Suárez de la manga para afrontar los problemas del País Vasco, los derivados de la crisis del petróleo, los de nuestro diálogo con la Comunidad Europea, las reclamaciones marroquíes sobre Ceuta y Melilla, el crecimiento de la inseguridad ciudadana, la lucha contra el paro y la inflación. Aguardamos impacientes su programa, tan indiscutible, que no va a poder ser discutido, y deseamos por el bien de este país que mejore en algo las últimas actuaciones del Gabinete.
Del señor Lavilla, que tan brillantemente respeta los derechos a las minorías en la Cámara, que les concede el mismo tiempo que a los principales partidos de la oposición para exponer sus criterios, ya habrá ocasión de ocuparse, sin duda, en el futuro. El ha declarado que pretende dar solemnidad al acto de la investidura. Estos demócratas cristianos se mueren por lo de la «entrada bajo palio». Lo que en cambio no le va a poder dar es credibilidad, pero también tiene razón al hacerlo, porque no la necesita. Verdaderamente no podía haberse encontrado un presidente del Congreso más casero que éste, dispuesto a meter siempre el gol donde le manden.
Total, nada nuevo. Suárez creyó que había ganado las elecciones de junio de 1977, cuando no era cierto o, al menos, era una verdad llena de matices. Tuvo que comenzar a rectificar tres meses más tarde. Ahora le han hecho creer que ha obtenido un triunfo clamoroso y hasta le pretenden fabricar una investidura solemne. Pero eso no le va a dar más capacidad de maniobra y sí bastante menos de convencimiento. Cuando salga de su error, y la oposición, de su atolondramiento, a lo mejor cae en la cuenta de que durar cuatro años gobernando exige hacerlo un poco mejor de como parece comenzar a hacerlo. Hemos repetido hasta la saciedad que este país necesitaba hombres de Estado. Cualquier día aparece Diógenes con el candil, en el Palacio de las Cortes, bucando uno.
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