Persistencia y cambio
Vicepresidente de Acción Ciudadana LiberalUno de los problemas más dramáticos de la actual política española es que muchos de sus protagonistas no saben exactamente para quién o para quiénes están trabajando. La ultra izquierda alemana de 1930 se congratulaba de la irresistible ascensión de Adolfo Hitler: para ella era un síntoma de la radicalización de la lucha, una muestra evidente de la agonía burguesa. En realidad, esa ultra izquierda favorecía a los nazis, así como el fascismo húngaro del almirante Horthy favoreció a los comunistas. Un error de perspectiva de tal calibre puede retrasar durante décadas la concreción de un proceso político histórico bien encaminado y en el fondo irreversible. Pero no únicamente persistir en el error es estúpido: también lo es persistir en el acierto. persistir sin la flexibilidad necesaria para comprender el sentido que tiene una acción en cada minuto. Alguna vez he escrito que el presidente Suárez adivinó lo que los españoles no querían, pero no supo comprender lo que queríamos. El resultado del último referéndum indica a las claras un descontento, una frustración del país. Y no es aventurado afirmar que los continuos asesinatos acrecientan, con toda razón, el descontento y hasta la irritación de una gran parte del país que se siente más intranquilo aun cuando el ministro del ramo afirma que «o acabamos con ETA o ETA acabará con nosotros».
En una democracia, si la mayoría se equivoca en contra del Gobierno, es el Gobierno quien está equivocado, pues éste no es más que un órgano cuya función es interpretar a los ciudadanos. Al presidente del Gobierno se le llama «primer mandatario». lo que no quiere decir primer mandante, sino algo muy distinto: Se trata de cumplir un mandato implícito o explícito -y desde luego limitado de la comunidad nacional: en ningún caso puede ser un poder contra el país. Si el presidente creyera otra cosa, su soberbia bordearía la paranoia, ya que no se conoce con certeza que el arcángel Gabriel se presentara a él ni a presidente de Gobierno alguno para susurrarle al oído una orden de Dios.
Durante cuarenta años se negó al país el ejercicio de unos derechos políticos que anteriormente había ejercitado. Los puristas pueden argumentar que al pueblo le pertenecían tan sólo de manera limitada y condicional: no vale la pena entrar ahora en una discusión bizantina, ya que la realidad es que los españoles, mediante sus votos, podían cambiar un sistema, y que durante el franquismo no existió tal posibilidad. Hasta que llegó la Monarquía y comprendió -lo sabía ya- que no se podía seguir prescindiendo, en el país, de sus habitantes. Era necesario acercarse a ellos, permitirles que reconstruyeran sus instrumentos de expresión que funcionan, con más o menos acierto, en todo el mundo libre: los partidos políticos.
La delirante fantasía de algún sector que propuso reemplazar los partidos por mecanismos corporativistas, fracasados en todas partes, fue definitivamente descartada. Se habló de elecciones sin trampas, sin fraudes, sin vetos. lo que no se cumplió con exactitud. Volvieron así los partidos políticos, los dirigentes y, no lo olvidemos, incluso las viejas momias, que permanecían en la sombra. Y también las nuevas. pues no es necesario tener muchos años para ser ya una momia. como no es necesario haber leído mucho para convertirse en un perfecto imbécil: se puede ser un imbécil analfabeto, un imbécil en estado químicamente puro.
Había terminado, Pues, siguiendo mi discurso, la era de los «apolíticos», esos señores que hicieron siempre política, pero sin comprometerse, adulando a los gobernantes de turno sin obligarse a representar a ningún sector de la nación. Pero entre los políticos que volvieron a la luz pública o que pretendieron perpetuarse en ella, no todos aceptaron la realidad. Muchos de ellos no supieron ni siquiera disimular su anacronismo, y hasta unos pocos, con una gallardía que les honra, ni lo pretendieron. La herencia de Franco, los yugos, las flechas, el acatamiento silencioso o la aclamación -programada son ya totalmente ajenos a la manera de ser de la -gran mayoría del país. Algunos políticos intentaron repetir sus trucos en un momento en que la comunicación de masas, la rapidez con que se difunden las noticias y el grado de madurez intelectual y política del país hacen necesaria la sinceridad. Ya se sabe que las definiciones más duras encubren muchas veces las políticas .más blandas y viceversa: no tiene sentido proseguir con las mismas fintas. y mucho menos cuando los medios de información de la noche a la mañana se convirtieron para ellos en hostiles. Otros políticos, en campo distinto, venían a recoger la herencia del antifranquísmo, que estaba todavía en barbecho pero poseía, indudablemente, un mayor atractivo, la ventaja de la oscilación del péndulo y un mejor valor «expectante». Algunos, desvergonzadamente, cambiaban de bando dejando en el trastero las camisas y los emblemas que exhibían poco antes con orgullo; por arte de birlibirloque se convertían en demócratas de toda la vida. Eran los parientes pobres del franquismo, los cargos de la segunda fila, hartos de humillaciones, deseosos de revancha, con ansias de mejorar posiciones en su desenfrenada carrera tras la liebre mecánica del poder.
La clase política española es, posiblemente, de las menos descaradas del mundo desde un punto de vista pecuniario. Muchos apolíticos, tecnócratas y supuestos especialistas, pueden haberse beneficiado durante los últimos años en sus ingresos y en sus negocios, pero los políticos, con evidentes esplendorosas excepciones, han estado al margen de los chanchullos económicos. Lo que en revancha sí podría achacárseles es que los presupuestos en que se apoya el actual sector político y la lenta renovación de sus cuadros -falta de renovación estimulada por la larga prohibición de los partidos- han aislado a casi todos los políticos -y por consiguiente también a los partidos- de las ansias de una gran parte del país. Y esto ocurre seguramente porque muchos dirigentes persisten en la manía de reemplazar los compromisos concretos por la retórica, la sinceridad, por la demagogia, la política auténtica por la no política. Es como si ser político consistiera en no decir nada, en un eterno e inacabable «bla, bla, bla».
Por ello, es seguro que, no muy tarde, algunos partidos se resquebrajarán. Aparecerán otros nuevos. Y muchos tendrán que modificar su línea y ponerla de acuerdo con el tiempo que nos ha tocado vivir. Deberá acabarse también la insistencia, la repetición, en presentarse, la obsesión de conservar un escaño en las Cortes, de gentes a las que se les votó para que hicieran cosas muy distintas. El personalismo, la renuncia a sus obligaciones y responsabilidades para seguir en el machito tiene a estas alturas, y en un país en crisis, algo de indecencia.
Las próximas semanas, a cincuenta días de las elecciones generales y a ochenta de las municipales, van a estar repletas de sorpresas, de incertidumbres y de miedos. No es malo que, así sea, si no convertimos el miedo en terror, porque es lícito tener miedo si lo controlamos e intentamos que desaparezcan las causas de él: lo malo no es el miedo, sino que nos asustemos. El liberalismo asustado, algunas veces, puede llegar a convertirse en fascismo.
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