El proyecto de ley de financiación de la enseñanza obligatoria / 1
Inspector fianciero y tributarioBien puede decirse que el proyecto de ley de Financiación de la Enseñanza Obligatoria que el Gobierno ha remitido a las Cortes (Boletín de las Cortés de 11 de octubre de 1978) es un proyecto revolucionario y pionero como pocos. Lo primero porque aspira a subvertir de un plumazo lo que hasta ahora ha sido el panorama de la enseñanza obligatoria en España, con sus dos tradicionales categorías de escuelas gratuitas (sin serlo enteramente) y «de pago», y lo segundo, porque, sin precedente alguno en el planeta, trata de poner en funcionamiento para el conjunto de un estado nacional, un sistema de características tan singulares como novedosas.
Las razones para poner en marcha una innovación tan radical como la que el proyecto representa derivan -según el preámbulo del propio proyecto- del afán de cumplir con dos principios esenciales: 1) «el de la igualdad básica de las condiciones del sistema educativo», para que éste no sea «fuente de discriminaciones socioeconómicas», y 2) «el de la libertad de enseñanza.... elemento indispensable para la construcción de una sociedad democrática y pluralista» e «instrumento de las opciones que corresponden a los padres respecto a la educación de sus hijos». Principios -hay que inferirlo sensu contrario- con los que el sistema actual no cumple. Principios, asimismo, que sobre el papel y en abstracto parecen inobjetables. El problema radica en que, como todo el mundo sabe, tales principios suelen estar sometidos a muy variadas interpretaciones que dependen de los distintos criterios ideológicos y políticos que cada cual maneje.
Las ayudas a la gratuidad
Pero el lector curioso y no iniciado, tal vez, se pregunte en qué reside este carácter radicalmente innovador del proyecto. Pues ni más ni menos que establecer lo que se denomina ayuda a la gratuidad, que se traduce en lo siguiente: a) En los niveles obligatorios de la enseñanza, todos los alumnos tienen el derecho a «percibir del Estado la misma cantidad que representa el coste del puesto escolar estatal» . En el presente, dicho coste equivale a unas 32.000 pesetas por alumno y año y esa sería la cantidad a percibir por las familias por cada hijo en edad escolar obligatoria. b) En cuanto estuvieran en posesión de esa suma, presumiblemente otorgada en forma de un bono, cupón o cheque escolar (de aquí en adelante se les denominará bonos, para simplificar) los padres o tutores de los alumnos podrían optar por la escuela o colegio, público o privado, de su elección. Dichos centros, si se han acogido al sistema de ayudas a la gratuidad, vendrán obligados a aceptar tales bonos como pago. c) El proyecto admite, sin embargo, la posibilidad de que los padres satisfagan cantidades complementarias, bien sea para cubrir los costes de lo que denomina enseñanzas no regladas; bien para sufragar el importe de la parte proporcional que a cada alumno correspondiera de las contribuciones e impuestos a satisfacer por el centro y de los gastos que afecten al inmueble en que esté ubicado el mismo; bien para financiar, en su caso, los gastos de transporte, comedor o residencia. No queda claro, a la vista del proyecto, si estas cantidades adicionales deberán o podrán satisfacerse tanto en las escuelas públicas como en las escuelas privadas. Luego se volverá a hacer referencia a estas excepciones a la gratuidad total y sus posibles efectos.
Hay que apresurarse a señalar que la idea de los bonos -mal que pese a muchos- no es original del Gobierno de UCD. Ni siquiera es nueva, ni genuinamente española, aunque como ya se dijo, al Gobierno de nuestro país le corresponde el indisputable mérito de haberse decidido, por primera vez en la historia, a su aplicación en gran escala. Y ello en un verdadero alarde de genial improvisación que renuncia incluso a cualquier tipo de experimentación previa. Lástima que algunos pequeños detalles puedan poner en peligro su operatividad. Sobre ello volveremos enseguida.
Como se decía, la idea hunde sus raíces en formulaciones pretéritas, por más que las propuestas contemporáneas arrancan de Milton Friedman, el conocido, aunque tal vez no muy popular, economista de la Escuela de Chicago. En la propuesta de este Premio Nobel de Economía, se distribuiría a todos los padres con hijos en edades escolares obligatorias bonos canjeables por enseñanza en cualquier escuela estatal o privada que satisfaga unas condiciones educativas mínimas, estando el valor de cada bono relacionado con lo que se estima son los costes medios por alumno de diferentes edades.
A partir de aquí, las escuelas estatales perderían su carácter de gratuitas y cobrarían cantidades que permitieran cubrir sus costes, compitiendo con las escuelas privadas para la captación de alumnos. Aparte del valor del bono, se permitiría a las familias adicionar fondos de su bolsillo para hacer frente a los precios establecidos por las escuelas privadas de su elección, si éstos fuesen superiores al nivel normal representado por las escuelas públicas, aun cuando este extremo haya sido en buena parte reformulado en propuestas de bonos para educación posteriores a la de Friedman. Aunque las escuelas podrían no tener propósito de lucro, para Friedman no habría inconveniente alguno en que persiguieran la obtención de un beneficio.
Los fines que la instauración de un sistema de estas características pretende son diversos. En opinión de sus defensores, la posibilidad de libre elección entre distintas escuelas públicas y privadas presenta las siguientes ventajas: 1) Contribuiría a crear una más amplia variedad de instituciones educativas, estimulando la competencia entre las mismas; 2) los niveles educativos se elevarían como resultado de esté mecanismo competitivo, facilitándose asimismo las innovaciones en materia educativa; 3) las escuelas se acomodarían a las preferencias de las familias, las cuales -a través de este sistema- aumentarían su capacidad para elegir entre distintas alternativas, y 4) se haría posible el incremento del total del gasto en educación como resultado de las aportaciones adicionales de las familias, siempre dispuestas a invertir en lo que consideran una buena educación para sus hijos. Como puede suponerse -nunca llueve a gusto de todos-, no hay acuerdo unánime entre los teóricos en que éstos serán los resultados que, efectivamente, se logren. En parte, porque hasta ahora no se ha podido demostrar, ni siquiera en términos aproximados, que así vaya a ocurrir. Más adelante se aludirá también a las desventajas que algunos críticos del sistema de bonos han visto en el mismo.
Proyecto UCD propuesta Friedman
El proyecto gubernamental parece, sin lugar a dudas, inspirado en la propuesta friedmaniana. Las analogías que ofrece con dicha propuesta saltan a la vista. También es cierto que pueden detectarse algunas diferencias: a) Una es la especificación de las rúbricas en las que los padres podrán adicionar cantidades complementarias al valor del bono; cantidades que asimismo vendrán limitadas por ley. b) Otra diferencia la constituiría el confesado propósito del proyecto de que las escuelas que se acojan al sistema no deben tener el lucro como objetivo. (En realidad, el proyecto apenas alude a la temática de los costes de los centros, tema que daría para hablar largo y tendido; aunque haya de interpretarse que supone que los centros que se acojan -¡seis meses antes de que empiece el curso!- al sistema de ayudas a la gratuidad es porque tienen la certeza de salir bien librados, sin sufrir pérdidas económicas.) c) En otro orden de cosas, las diferencias entre el proyecto y la propuesta de Friedinan se cifran en que los propósitos del proyecto se muestran menos ambiciosos que los de su modelo: en efecto, el proyecto no pretende, o al menos no lo hace explícitamente, mejorar la calidad del producto ofrecido, ni procurar innovaciones pedagógicas. Tampoco parece estar interesado, por el momento, en incrementar el flujo de fondos privados hacia el sector educativo, dados el nulo hincapié que en ello hace y las limitaciones, ya aludidas, que establece. Parece entonces que los objetivos del proyecto se centran en crear una mayor variedad (o preservar la variedad ya existente) de instituciones educativas adecuadas a las preferencias de las familias.
Como puede apreciarse, los muchos alicientes que, según sus defensores, podrían estimular la implantación de un sistema de bonos, quedan sensiblemente recortados en el proyecto con respecto a la formulación original. La mejora de la calidad del «producto» educación no parece haber inquietado a los redactores de la ley y, en cuanto a los fondos para educación, los únicos que con toda seguridad aumentarán -conforme a cálculos atribuidos a los propios autores del proyecto- son los fondos públicos, en una cuantía superior a los 16.000 millones de pesetas.
Lo que más admira -nunca se repetirá lo suficiente- es el arrojo de nuestras autoridades educativas, que renunciando-gallardamente a todo tipo de experimentación previa se lanzan a la implantación en gran escala de un sistema que en países seguramente mucho más timoratos que el nuestro ha suscitado amplísimos y prolongados debates y muy contadas contrastaciones prácticas. Los poquísimos experimentos, que han tenido lugar (por no decir el único experimento que merece tal nombre: el de Alum Rock, en California, EEUU), a) no se han ajustado al esquema inicialmente propuesto por Friedman, ya que, por un lado, han utilizado el tipo de bono diseñado por Jencks, y, por otro, se han llevado a efecto sólo en el marco de las escuelas públicas; b) han operado a una escala muy reducida, y c) han producido hasta el momento resultados que no parecen responder a las esperanzas depositadas en el sistema de bonos. Pero hay que reconocer, nobleza obliga, que el mundo es de los osados; y, en definitiva, que experimentan ellos. Y esto, a pesar de que pueda uno preguntarse si poner en marcha en gran escala un mecanismo tan novedoso como desconocido en sus resultados, amén de tan costoso para el sector público, está justificado.
No faltará quien asegure que si -los redactores del proyecto, a buen seguro- basándose en que el sistema, como pretende el preámbulo del proyecto, a) evitará las discriminaciones de origen socioeconómico, y b) coadyuvará a la libertad de enseñanza, ya que permitirá realizar las «opciones que corresponden a los padres respecto de la educación de sus hijos». Pero veamos esto un poco más despacio.
En cuanto a la evitación de discriminaciones- de origen socioeconómico, es de suponer que en el proyecto se estápensando en el caso de aquellos que, sin medíos económicos suficientes, desean para sus hijos una escuela distinta de la pública, por las razones que estimen oportunas. Porque seguramente sus redactores no tenían «in mente» a quienes, provenientes de familias acomodadas (que constituyen una sustancial proporción de la clientela de los colegios privados, religiosos o no), pueden permitirse asistir a colegios de pago: para éstos no existe en el sistema actual discriminación alguna de órigen socioeconómico, si se quiere dar a la expresión un sentido controlable. Pues bien, para los que se encuentran en la primera de las situaciones descritas, para los pobres, no es ni mucho menos evidente que con este sistema de bonos vayan a desaparecer los obstáculos económicos fuente de la discriminación. Porque, ¿qué ocurrirá si las cantidades a satisfacer en concepto de gastos del inmueble e impuestos (art. 9. 1.) fueran elevadas, o si el colegio elegido estuviese alejado del propio barrio y fuese preciso utilizar un medio de transporte? (Piénsese en el niño de Getafe o Pinto -por referirnos al área de Madrid- cuya familia está interesada en que asista a un colegio de su elección situado, como tantos, en la colonia de El Viso). Y no digamos si la distancia o cualquier otra sólida razón hicieran inevitable o aconsejable que el alumno comiese en la escuela(aunque quepa, ya se sabe, el recurso a la tartera o el bocadillo, que podrá engullir mientras sus compañeros más pudientes están en el comedor). O si las enseñanzas no regladas que «puedan organizarse en los centros» (art. 9.2.) exigiesen el pago de cantidades considerables. Y no vale en este último caso argüir que si la familia del alumno no solicita este tipo de prestación no estará obligada al pago de la misma; si los padres sin medios económicos no pueden satisfacer esas cantidades «extra», las discriminaciones para estar en el colégio de su elección a todos los efectos subsisten en parte. (Las diferenciaciones internas que por este motivo puedan establecerse, con ser un problema considerable, no son las únicas, aunque no se pueda aquí entrar en ello.) El proyecto, en suma, parece olvidar que no basta la mera voluntad de hacer sacrificios económicos ni el loable deseo de muchos padres de dedicar lo más posible, aun privándose ellos, a la educación de sus hijos, para poder llevarlo a efecto en todo caso. Sobre todo si se trata de familias de baja renta o de extracción rural. Las cuales, no hay que olvidarlo, suelen, además, tener como promedio más hijos que las familias que suelen denominarse de clase media, lo que supone limitaciones adicionales para hacer frente a gastos educativos «extra» por parte de aquéllas.
Difícilmente se podrá negar, de otra parte; que las familias acomodadas, al no tener ahora que pagar de su bolsillo los gastos de la enseñanza básica (reglada) que antes sí sufragaban, dispondrán de un mayor excedente económico a efectos de la educación de sus hijos y, en consecuencia, podrán permitirse dispendios superiores en todo tipo de gastos educativos «extra» (profesores particulares, idiomas ... ) Y en cuanto quepa hablar de una correlación positiva entre nivel de gastos en educación (o resultados académicos) y ventajas ocupacionales en el futuro, un sistema de financiación así contribuiría directamente a potenciar aún más el proceso «natural» de transmisión de status de una generación a la siguiente, incrementando las diferencias entre las clases sociales.
Gastos y renta alta
Todo lo anterior no pretende objetar esos mayores gastos en educación que suelen ir asociados a rentas altas, lo que sería casi como poner puertas al campo. Pero sí aspira a sugerir, habida cuenta de las considerables diferencias existentes en la renta y la riqueza de las familias españolas, que tampoco hay por qué echar más leña al fuego y que en el caso de implantación de un sistema de bonos, se debería pensar en un esquema distinto, que graduase las ayudas a la gratuidad en razón inversa al nivel de renta, como por otra parte han preconizado algunas otras propuestas de bonos para educación, alternativas o complementarias de la de M. Friedman. Es interesante, a este propósito, reparar en que el proyecto, por otra parte, no niega la posibilidad de colegios de pago al modo tradicional, coexistiendo con los acogidos a las ayudas a la gratuidad. Y ello, presumiblemente, porque interpreta que el proyecto de constitución no impone la gratuidad en todos los casos. Por lo mismo, no se comprende a qué viene tanta prisa en hacer la gratuidad extensiva a quienes pueden pagar el colegio de su elección. Parece más congruente interpretar que a lo que debe venir obligado el Estado, por el momento, es a la prestación para todo el que quiera del servicio educativo. Y para eso dispone de las escuelas públicas. El argumento, a veces utilizado, de que eso llevaría a la desaparición de los centros privados no es convincente: por un lado, los estratos sociales de mayor renta podrían seguir asistiendo a colegios privados si así lo desean; por otro lado, no hay que descartar que algunas familias poco adineradas prefirieran, por motivos ideológicos o de otra suerte, esos centros, aun a costa de sacrificios.
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