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Tribuna:
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La Chicuela y el buldócero o un arbitraje a tenazón

He aquí un párrafo del acuerdo de 20-IX-78, por el que el Ayuntamiento de Cáceres concedía a don Juan Salgado Conejero, en nombre y representación de la sociedad Obras de Arquitectura e Ingeniería, SA, licencia de obras de demolición contra cinco edificios simultáneamente, entre los cuales la llamada Casa de la Chicuela, cuya posible desaparición había suscitado clamores de protesta entre cierto sector del vecindario «Que por lo que respecta a las alegaciones de particulares (se refiere a las respuestas a la información pública abierta por el propio consistorio), 589 a favor de la demolición del inmueble número treinta de la prenombrada calle de San Antón (o sea la Casa de la Chicuela), y 4.113 en contra de «mentada demolición», al no venir las mismas avaladas con certificaciones de entidades públicas o personas expertas en arte o historia, su «valoración» real debe reducirse «al de meras» opiniones personales, muy respetables desde luego, pero que vienen a neutralizarse recíprocamente, y carentes, por tanto, del necesario peso legal para decidir en uno u otro sentido la resolución municipal.»Sin embargo, en palabras anteriores, que anticipan el dictamen conclusivo, esa presunta neutralización -tan ingeniosa y brillante como era- parece ser que ha sido desechada, pues leemos lo siguiente: «Considerando: que de la información pública practicada, así como de los informes recibidos de organismos oficiales, obrantes en el expediente, y de las demás pruebas llevadas a cabo, no se desprende de forma indubitada, antes al contrario (subrayado mío) -como más adelante se motiva-, que los edificios a demoler posean interés histórico-artístico manifiesto..»; donde el «antes al contrario» subrayado reactúa sobre la negación que lo precede, dando a entender que no sólo no se desprende que sí, sino que se desprende que no, con lo que la información pública, que en el detalle se reputaba neutra, es puesta aquí a favor de la piqueta, «el buldócero y la cantapilla».

En cuanto a la regla matemática aplicada (a tenor de la primera cita) para obtener el signo final del escrutinio, cuya quiniela es, como se ha visto, equis (aunque en la segunda cita se convierta en uno), nos obliga a pensar que el Ayuntamiento no intentaba medir con la consulta pública interés, voluntad, gusto o deseo -como es, por lo demás, lo acostumbrado-, pues si tal fuese el caso, la neutralización de 4.113 por solos 589 carecería de todo precedente en cualquier tradición plebiscitaria, aun con el más fastuoso despliegue de mecanismos correctores que quepa imaginar, sino que actuaba en el entendimiento de emplear el trámite de la información pública como herramienta para la determinación de una verdad (aplicación fantasiosa, ciertamente, para el esclerosado corazón de la rutina), de una verdad objetiva, pues no otra cosa podemos entender que es para el Ayuntamiento sí la Casa de la Chicuela «posee» -como él mismo dice- o «no posee» valor o interés histórico- artístico. Tan sólo estos supuestos, en efecto, pueden dar algún aire de forma razonable a semejante evaluación de empate, justificándola como aplicación del criterio prudencial de estimar la proporción de una contrariedad por cada ocho opiniones, o de una voz contra cada siete voces, suficiente factor de incertidumbre para dejar la cuestión irresoluta.

Por otra parte, empero, si la información pública aparece como una apelación directa y personal a los vecinos, sin más cualificación que la condición de tales, mal veo que pueda entenderse de otro modo que refiriendo expresamente la petición de pareceres al reconocimiento de alguna competencia, por pequeña que sea, sobre el asunto a la concreta opinión de los vecinos como particulares, que no sé si ha de ser cosa distinta de su propia opinión particular. Siendo, pues, esto así, y dado que, por su parte, el valor o interés histórico-artístico es, por lo visto (único dato cierto, que tenemos de él y que hace aún más incierto y vago a cualquier otro), una cualidad objetiva que se sustrae por entero a la apreciación de los sujetos, en lugar de empeñarse el Ayuntamiento en proceder a una información pública que por la índole misma del objeto había de obligarle bien a mandar a los alegantes a la cama, por no ofrecer más que «meras opiniones personales» (¡Pues, señor, no les pregunte usted a los gatos, si luego va usted a desautorizar sus respuestas por gatunas!), bien a reducirlos, mediante la exigencia de un aval oficialmente acreditado, a simples mandaderos, alcahuetes, correveidiles o contactos entre instancia oficial e instancia oficial (y con la incongruencia del doblete consiguiente, al haber ya él por su cuenta y por vía directa requerido informe de los posibles organismos avalantes), debería haberse resuelto a declarar cómo no había allí caso para información pública ninguna, toda vez que siendo el valor o interés histórico-artístico una cualidad objetiva, trascendente a cualquier simple subjetividad, sólo a la autoridad oficial competente examinarla y dictaminar sobre ella, desengañando de paso y de una vez por todas la ingenuidad de los particulares que como esos sentimentales cacereños, capaces de armar con la Casa de la Chicuela quién sabe qué romántico novelón, se figuran que la categoría de «edificio con valor histórico-artístico» tiene ni aun traslaticia o remotísimamente algo que ver con el pseudo-concepto emocional y subjetivo de «una casa muy bonita».

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También se advierte, acaso, una cierta timidez -cuando no astucia- por parte del honorable consistorio, al degradar por «meras opiniones personales» (donde, por cierto, lo peor es la zozobra de ignorar en qué está lo peor, si en lo mero, lo personal o lo «opinioso»), las respuestas recibidas, pero sin descalificarlas por entero hasta tanto le presten el servicio de neutralizarse mutuamente, aliviándole así la responsabilidad de tal desautorización. Pero hay todavía un extremo que no pudiendo ser atribuido más que a escrúpulos de conciencia tan severos como para embotar todo buen discernimiento y enconar los empeños hasta la obcecación (pues en caso contrario aduciría un grado apenas pensable, ya que no de mala fe, sí de ineptitud, por parte de la Corporación municipal), viene a exculpar, bajo idéntico descargo, lo dicho y lo no dicho, pues el acta toda es de Archivo Nacional. Se trata de la flagrante irregularidad que golpea el espinazo mismo de la información pública -amenazando, a mi juicio, invalidarla-, por la inclusión de 589 alegaciones de existencia bastante más que sospechosa. Digo que la presencia y pretendida vigencia en la información pública de las 589 alegaciones «a favor de la demolición» no puede ser más que alucinatoria exudación de un desfallecimiento afortunadamente transitorio, como espero, de la asamblea consistorial.

Si en el trance de unas amonestaciones, a alguna feligresa casamentera se le ocurriese proclamar: «No sólo no pongo impedimento alguno para este matrimonio, sino que encuentro que los chicos forman una magnifica pareja», la respuesta del párroco sería, por cuanto sepa, algo de este tenor: «Mi distinguida feligresa y dilectísima en Cristo: no obviaré el expresarle -por la parte que al margen de mi ministerio y como un miembro más de esta nuestra pequeña comunidad humana me concierne- cuánto me alegra conocer su punto de vista sobre este casamiento; mas, sin perjuicio de ello, y si, tal como el momento y el lugar de su declaración podrían hacer pensar, la intención de ésta excede el límite de una efusión «ex abundantia cordis», para abarcar la pretensión de inscribirse en el «contexto» (dicho sea con perdón de la presencia de Jesús Sacramentado) de estas o de otras amonestaciones, es mi deber significarle que no hay en ellas lugar prefigurado para acoger pronunciamientos de signo aprobatorio, pues en toda la reglamentación canónica del sacramento, y tanto menos en este su postrer trámite de las amonestaciones, no se hallará resquicio en que aprobaciones de terceros -si se excluye a los padres de los cónyuges en la minoridad- puedan cobrar capacidad para surtir efecto. Y si se me permite, queridísima hermana en el Señor y hermanos todos carísimos en Cristo, ilustrar mi argumento con la gran semejanza que, en la forma, existe entre la senda legal por la que el puro amor de unos muchachos accede a las bendiciones del altar y la que arrastra los inocentes muros de una casa hasta la maldición de la piqueta, se verá cómo en uno y otro caso, si la capacidad jurídica efectiva que la expresa aprobación y beneplácito de la feligresía o el vecindario pudiera reclamar no ha de ser el tener parte operante por presencia o por falta, y respectivamente, en permitir o en estorbar el casamiento ni la demolición, por cuanto ello redundaría directamente en detrimento del libérrimo derecho de los novios para tomar estado o el no menos libérrimo derecho dominical del propietario a conservar su casa o arremeter con ella hasta no dejar piedra sobre piedra (como, según enseña la Escritura, hubo de hacer, por sus iniquidades y prevaricaciones, con Sodoma y Gomorra el Señor Omnipotente); y si tampoco ha de ser el arrogarse poderes de refrendo que confieran vigor de obligación al propósito de casarse o demoler, lo que sería doblegar en dictado coercitivo el libre consentimiento de los contrayentes -anticipando en cierto modo, usurpatoriamente, el propio poder del sacramento- o extorsionar la libertad del propietario para volverse atrás, con más piadoso acuerdo de la determinación de derribar, ¿habría de consistir, entonces, la dicha pretensión de las aprobaciones, en la capacidad de tomar peso efectivo en el seno de las amonestaciones o la información pública, equiparándose a los impedimentos o las alegaciones, como fuerza pertinente para contrapesarlos, resistirlos y hasta superarlos, con notorio menoscabo del derecho de posibles alegantes, cónyuge y prole acaso de un engañosamente encubierto e irrevelado matrimonio anterior, o merma de las ya bastante débiles atribuciones consultivas que el instrumento de la información pública otorga al vecindario -timidísimo freno frente a la dilatada prepotencia del derecho dominical-, y en desacato, por fin, de la excluyente autoridad de Roma en lo que toca a la dispensa de los impedimentos, o de la de Madrid, como única instancia llamada a entender, definir y decretar en todo cuanto atañe a los valores histórico-artísticos, que a nosotros ni se nos alcanza qué especie de asunto o cosa puedan ser, ni nos incumbe averiguarlo? No; sino que bien se echa de ver cómo la congruencia misma del negocio pide que ni en la información pública ni en las amonestaciones quepan más que la alegación en contra o el silencio, sin que tampoco aquí quiten ni pongan las voces a favor. Siendo éstas, por tanto, nulas y ningunas, atropello mayúsculo sería, por mi parte, hacerles sitio en las entrañas de las amonestaciones, para contraponerlas a cualquier eventual impedimento, de poder a poder.»

Para el Ayuntamiento de Cáceres, que no sólo no anuló esas alegaciones a favor -ni menos todavía con represión de sus autores, por extralimitación y desacato ya del Ayuntamiento mismo, ya de los verdaderos alegantes-, sino que las hizo valer, y con un papel definitivo, en la resolución de la información pública, el bochorno debería haber sido de los de contada dimensión del cabildo en pleno, pero ni partidarios ni contradictores han advertido tampoco, que yo sepa, ese carácter de votos de pufo que estigmatiza las alegaciones a favor; fingidas e ilusorias como duros de chocolate entre monedas, nulas e inválidas, sin vigencia posible, como un caballo de ajedrez en el tablero del parchís. Ha sido el benemérito Madrid (todo es relativo y échese usted a temblar de autonomías regionales) el que una vez más ha detenido la demolición en el ultimísimo instante, esto es, a la mañana siguiente del acuerdo, cuando ya todo el furor de la piqueta ladraba de puerta en puerta y muro en muro en el interior del edificio. Parece ser que el ordenanza que llevó la licencia al propietario cayó muerto al final de la carrera, igual que el legendario corredor que anunció a los atenienses la gloria de Maratón.

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