Una gran lección de los hermanos Kuyken
Dentro del panorama del festival de Barcelona, el recital ofrecido por Sigiswald y Wieland Kuyken junto a Gustav Leonhardt revestía carácter de verdadero acontecimiento. Gracias a iniciativas como ésta de Forum Musical comienzan a penetrar a cuentagotas en nuestro país las modernas corrientes de interpretación barroca, una de las más grandes lagunas -por no decir mares- de nuestra vida musical, pese a los heroicos esfuerzos de algunos de nuestros músicos.Bajo la amplia nave del hermoso Saló del Tinell, en pleno barrio Gótico, se daban cita tres verdaderos pioneros de nuestro tiempo. Porque no es ya que los hermanos Kuyken sean dos personajes clave en la vuelta hacia la técnica del violín barroco y de la viola de gamba, como lo es Leonhardt con la del clave, sino que, además, son tres representantes fundamentales de un pequeño grupo de intérpretes que han recreado, reinventado todo un modo de hacer música. Verdaderamente, cuando escuchamos a estos artistas podemos entender fácilmente el olvido, el auténtico abandono de la música barroca durante siglo y medio, por una sencilla razón: que rota la tradición interpretativa dieciochesca era imposible de todo punto mantener viva una gran parte del repertorio barroco. ¿Podría haber cantado Machaut un tenor decimonónico? ¿Qué Chopin habría hecho Couperin? Pues tres cuartos de lo mismo sucedía a la hora de enfrentarse a la música barroca, o al menos a aquella anterior a la influencia de los concertistas venecianos. Quienes pretenden tachar de extravagantes a estos neobarrocos no tienen en cuenta que músicos como Marais, Buxtehude o el mismísimo Rameau, que eran poco más que referencias de diccionarios hace unos años, hoy son escuchados apasionadamente por cualquier auditorio, y que esto no ha sido posible hasta que estos artistas han vuelto a las fuentes para, lejos de la reconstrucción arqueológica, recrear toda una estética que, paradójicamente, es de rabiosa actualidad.
Lo sorprendente es que todo lo que puede haber de anecdótico en esta corriente desaparece de nuestra vista a los diez minutos de concierto. El que Sigiswald Kuyken apoye o no el violín en el mentón al modo barroco, el que su arco sea recto y más corto que los actuales, el que las cuerdas de su instrumento sean de tripa, el que utilice golpes, de arco hoy inhabituales (como los mesa di voce imitativos de la voz humana), el que empleen una afinación sensiblemente distinta de la normal o el que ornamenten con profusión y pongan en práctica di versos recursos expresivos desconocidos para el oyente de hoy es algo que queda relegado a un segundo plano, porque no es un fin en sí mismo (entonces sí se podría hablar de pedantería o extravagancia), sino un medio para hacer música. Ahora bien, ¿cómo es ese modo de hacer música? Diríamos que su primera condición es la naturalidad. Desde el primer momento pudimos percibir que la música fluía casi por sí sola, sin ser manipulada. Desde la sonoridad, que no tiene un instante de dureza ni acritud, al fraseo, todo posee una espontaneidad de la que deberían aprender muchos de los intérpretes que menosprecian a estos artistas en el más ridículo de los conservadurismos. Parecía como si dejara de existir el compás en la Sarabanda, de la suite de Couperin para viola de gamba y continuo: todo queda concentrado en la expresividad que se manifiesta con una dimensión géstica, próxima a la mímica profunda y moderada.
Tanto los Kuyken como Leonhardt nos dan una clara sensación de sinceridad, de humanismo bien lejano de la intolerancia de muchos de sus imitadores. Así, no rechazan recursos tan fundamentales como puede ser el vibrato, o no renuncian al más asombroso de los virtuosismos (si bien nunca es el virtuosismo una meta).
A lo largo de las tres obras con continuo (Sonata «La Marésienne», de Marais, para violín y continuo, Sonota en la menor, de Buxtehude, para violín, gamba y continuo, y Suite en mi menor, de Couperin, para gamba y continuo), Gustav Leonhardt hizo un alarde de talento y sensibilidad. La absoluta sencillez de sus realizaciones, antípoda del machacón esquema de «un acorde por cada nota», todavía tan practicado, resalta no la melodía del solista, sino la doble melodía formada por el solo y el bajo. Así, la presencia de la viola de gamba del continuo resulta sorprendente, de modo que el bajo adquiere una flexibilidad extraordinaria sin la cual me resulta muy difícil aceptar la música instrumental barroca. Completaban el programa las sonatas K. 3, 277 y 192/3, para clave, de Domenico Scarlatti, insuperablemente tocadas por Leonhardt, y las deliciosas Piezas para clavecín en concierto números 4 y 5, de Rameau, que tuvieron que ser ampliadas con La livri del primer concierto, ya fuera de programa. El éxito de los tres fue muy grande.
Babelia
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