Mujeres solas
Esta mujer descasada o, por mejor decirlo, abandonada, viene a nutrir con su imprevista soledad el panorama ya habitual de matrimonios rotos analizado en las últimas películas americanas.Su historia es como tantas: un marido que se enamora de otra mujer más joven, un hombre que se escapa, que fracasa en su nueva relación y que, a su vez abandonado, ofrece a su mujer olvidar su anterior separación, volver a vivir juntos, en parte por reducir los gastos familiares y en parte, también por combatir de algún modo su mutua soledad.
Hace años, el final hubiera sido un acto de contrición por ambas partes y el consiguiente perdón de los pecados para volver a empezar y salvar de algún modo el porvenir de los hijos. Pero he aquí que estamos ya camino de un nuevo siglo, con nuevas reglas morales que, por supuesto, influyen en las modas artísticas. La mujer descasada rechazará la tregua y, tras buscarse a sí misma en los brazos y el lecho de unos cuantos amantes, seguirá su camino rumbo a un destino que ni ella misma conoce.
Una mujer descasada
Guión y dirección de Paul Mazursky. Música de Bill Conti. Intérpretes: Jill Clayburgh, Alan Bates, Michel Murphy, Cliff Gorman. Color. 1977. Local de estreno: Cine Paz.
Quiere decir todo ello que esta comedia brillante, con su corte de mujeres solas que sirve de coro a la protagonista, no es sino una puesta al día de otras tantas historias sobre la soledad de la mujer separada, adobada con diálogos al uso y alguna que otra escena que no llega a enmascarar cierto tipo de aliento puritano inevitable en este tipo de películas.
Así sucede que la primera parte se salva mejor. Las relaciones madre-padre-hija se mantienen en pie gracias, sobre todo, al trabajo excelente de tres buenos artistas, entre los que destaca, por supuesto, Jill Claybourgh. La segunda mitad, con el coro maduro y femenino, su amistad y consideraciones sobre el sexo y los hombres, suena un poco a exhibición cara a la galería, para un público femenino, sobre todo. Sin embargo, el personaje central continúa vivo aún en sus dudas y enfrentamientos con la hija. Lo que resulta muerto y falso desde un principio es ese idilio sucesivo con los dos «artistas», sobre todo, con el pintor, cuyo aspecto físico, personalidad y maneras vienen a caer del lado de los tópicos a los que el cine al uso nos tiene acostumbrados.
Ese amor entre «artístico y romántico» para mentalidades quinceañeras, con su llamada roussoniana a la vida libre del campo, supone una concesión más, a través, sobre todo, de unos diálogos que, a fin de provocar las risas en la sala, no dudan en echar mano de chistes de viejos calendarios.
Bien realizada y eficazmente dirigida, el público la acepta y aprecia seguramente en más de lo que vale. Esta historia, sin embargo, tiene poco que ver con los filmes anteriores de Mazursky.
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