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La renuncia de Juan Pablo I a los signos de poder, bien acogida en el mundo

Juan Arias

Juan Pablo I llamó por teléfono a su viejo amigo el obispo de Belluno y le confesó que «no había dormido mucho». En los apartamentos pontificios, la noche que llegó el nuevo Papa había dos camas: la de Juan XXIII y la de Pablo VI. Un cierto periodismo morboso luchó durante veinticuatro horas para saber en qué cama había dormido el papa Luciani, para saber si iba a ser más de Juan o de Pablo.

Pero hay cosas más importantes en el nuevo pontificado que se acaba de estrenar. Un gesto que ha recibido el aplauso mundial ha sido su decisión de no aceptar el rito de la coronación, que debía celebrarse el próximo 3 de septiembre. No se pondrá, por primera vez, en la cabeza del Papa la famosa tiara, que es una triple corona cargada de joyas preciosas que simboliza la triple potestad del Papa: la de la Iglesia triunfal, la del poder espiritual y la del poder temporal. La tiara que los milaneses habían regalado al papa Montini estaba adornada con esmeraldas, rubíes y zafiros y tenía en el centro un gran diamante y una cruz de oro. Montini la regaló al cardenal norteamericano Spellman para que la vendiese y diese el dinero a los pobres, pero se hizo el solemne rito de la coronación.El nuevo Papa, cuyo emblema es la humildad, que desea ser el Papa de los pobres, no quiere nada de esto: ni el símbolo de la realeza. En los ambientes burocráticos ha creado un poco de revuelo, porque no sabían cómo llamar al rito del domingo. Habían decidido llamarlo entronización, porque aunque no se le impondrá la corona se sentará en el trono. Pero los liturgistas lo han rechazado porque dicen que la entronización se hizo en el mornento mismo en el cual se sentó en el pequeño trono de la capilla Sixtina para recibir el juramento de fidelidad de los cardenales, apenas elegido Papa. Por fin han encontrado un nombre: «Fiesta de la inauguración del pontificado.» Y los representantes diplomáticos y los jefes de Estado serán invitados, dijo el Vaticano, a asistir a la misa solemne que el Papa celebrará en San Pedro con esta ocasión.

Será, pues, una ceremonia exclusivamente religiosa, que responde al deseo de los cardenales que le eligieron, los cuales siguen declarando, sin miedo a la excomunión, después de la alegría que les invade por la «unidad demostrada en el cónclave», que estaban ya de acuerdo antes de la elección en nombrar a un Papa que fuera «sólo religioso», sólo un pastor, que se interesase sólo por la Iglesia. Se ha sabido que la Conferencia Episcopal italiana había sido encargada de presentar algunos nombres de candidatos italianos que tuvieran estos requisitos. De las declaraciones de algunos cardenales antes de dejar Roma se ha sabido que otro de los candidatos era el cardenal Ursi, arzobispo de Nápoles, del cual se había hablado aún menos que de Luciani. A éste le aventajó el hecho de que había demostrado sus preferencias por el cardenal brasileño Lorscheider, considerado progresista. Y, sobre todo, el hecho de que venía de la diócesis de Juan XXIII, y que los cardenales italianos decían que era el que más se le parecía. Sobre todo los electores del Tercer Mundo estaban dispuestos a aceptar sólo un Papa que fuese un hombre de Dios, como dijo el negro Gantin apenas llegó al aeropuerto de Roma, al día siguiente de la muerte de Pablo VI, y, sobre todo, ninguno le deseaba ni diplomático ni curial.

Se ha sabido también que obtuvo 81 votos. Le faltaron sólo los del grupo más reaccionario y los de quienes deseaban un Papa más intelectual, más de relieve y con mayor experiencia diplomática. Sus grandes electores fueron, entre otros, Benelli, Suenens, Marty y los cardenales alemanes. Hay quien empieza a decir que el alma más conservadora del papa Luciani, más que suya era un producto de sus condicionamientos italianos, pero que en realidad dará sorpresas como Juan XXIII, que una vez libre y seguro se mostró, menos tradicional de lo que se esperaban los mismos que le eligieron. Otro gesto del nuevo Papa, que, si es cierto, demostraría que en el camino de la colegialidad, es decir, de la participación de los obispos en el Gobierno de la Iglesia, será más abierto incluso que Pablo VI, es el que se refiere a su primer discurso programático. Ningún Papa lo pronunció a las veinticuatro horas de su elección. Leyendo el discurso los mismos periodistas nos dimos cuenta que no podía haberlo escrito el nuevo Papa en tan pocas horas, sobre todo si se tiene en cuenta una serie de citaciones que recorren todo el texto y si se piensa que fue traducido al latín antes de leerlo a los cardenales a las nueve de la mañana. Algún malicioso había incluso pensado que Luciani, sabiendo ya, que iba a ser elegido Papa, se había llevado el discurso ya preparado. Pero él mismo declaró que la elección le había cogido por sorpresa. Y es absurdo pensar que las primeras palabras del nuevo Papa a cientos de miles de fieles que lo aclamaban en la plaza de San Pedro fueran una mentira. Por eso se cree que este discurso fue preparado colegialmente, probablemente por un grupo de cardenales encargado de representar a todo el cónclave. Más aún, alguien piensa que fue éste el verdadero motivo por el cual Juan Pablo I quiso que el cónclave continuase aún la noche de la elección, en vez de abrirse inmediatamente después de la elección, como era costumbre. De este modo el nuevo Papa ponía ya en práctica, el primer día de su pontificado, la mayor exigencia del grupo progresista del episcopado -mundial: la colegialidad.

¿Irá el nuevo Papa a Puebla, en México, a presidir la Conferencia Episcopal de toda la América Latina? Existe un solo problema: la Santa Sede no tiene relaciones diplomáticas con el Gobierno de aquel país. Algunos obispos más avanzados del continente sur americano han declarado que el nuevo Papa tiene aquí una ocasión de demostrar prácticamente que el haber renunciado a la tiara no es sólo un símbolo, sino una realidad. Puede dicen estos obispos, no como jefe de Estado, sino como un cristiano y un hermano del Episcopado, sin que tenga que recibirle el Gobierno en el aeropuerto y sin fiestas nacionales. Claro que si todos siguen pidiendo demasiadas cosas al nuevo Papa continuará sin poder dormir, como le sucedió la primera noche. Tenía razón una viejecita de su pueblo, que en la iglesia, suspirando, decía como hablando con él: «Ahora le empiezan los dolores, pobre don Albino mío.»

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