Lew Archer o la soledad del detective
El género policíaco comienza a obligarnos a estas alturas a separarlo por escuelas. Empezando por Un asunto tenebroso, de Balzac, pasando por La dama vestida de blanco, de W. Wilkie Collins (1824-1889), hasta llegar a los maestros contemporáneos del género con Hammett, Chandler, Simenon, Ross Macdonald, etcétera, esta literatura adquirió diferentes personalidades, distintos modos de entender y asumir literariamente la problemática de la intriga policíaca. Pero prontamente en los albores de nuestro siglo dos grandes escuelas rivalizarán en la manera de afrontar el misterio. Por un lado, la escuela inglesa con Conan Doyle, Chesterton y Agatha Christie tenían una firma y consistente base en el hacer de W. Collins, fundador de la novela de intriga y misterio inglés. Por otro lado, los clásicos de la escuela norteamericana, Hammett y Chandler, se alimentaban de su experiencia propia, sobre todo Hammett, que fue él mismo detective en la legendaria agencia Pinkerton; Chandler, aunque hizo caso omiso del modo inglés de escribir novelas policíacas, se mantuvo, sin embargo, siempre respetuoso con la sintaxis del otrora imperio. No obstante, estas dos escuelas siguen aún hoy concentrando dos grandes masas de lectores diferenciadas. Los que prefieren el enigma de salón y los que siente, junto con Sam Spade, Marlowe, Lew Archer, que algo extraño se esconde debajo de cada cadáver, que algo peligroso se mueve detrás de la azul mirada de una rubia platino. En el terreno de la crítica también se dicotomizan en cierta manera las opiniones. Mientras E. Wilson se pregunta: «¿Cuál, entonces, es el hechizo por la novela policíaca que ha sentido T. S. Eliot y Paul Elmer More, pero que yo soy incapaz de sentir?», W. H. Auden afirma de Chandler, sin disimular su énfasis, «sus poderosos, pero deprimentes, libros deberían ser leídos y juzgados no como una literatura de evasión, sino como obras de arte».Ross Macdonald, seudónimo de Kenneth Millar, nació cerca de San Francisco (Estados Unidos) en el año 1915. Se graduó en Michigan con el Master en Filosofía. En 1938 se casó con otra también famosa autora de novelas del mismo género: Margaret Millar, autora, entre otras, de una de las mejores novelas de intriga, titulada Más allá hay monstruos. Durante los últimos años, Macdonald ha vivido en Santa Bárbara, escenario de varias de sus más famosas novelas, entre ellas Costa Bárbara y La mirada del adiós.
El martillo azul
Ross Macdonald.Editorial Bruguera. Barcelona, 1978.
Con Ross Macdonald, la tradicional escuela norteamericana que mencionamos más arriba prosigue sin fisuras. El detective solitario, prototipo del héroe moderno que desentraña ya no el misterio encerrado entre cuatro paredes, sino el otro, el más arriesgado, que se pasea por una calle de Los Angeles armado con pistolas con silenciadores, encuentra en Lew Archer, después de Philip Marlowe, a su más característico e inconfundible personaje.
En El martillo azul, última novela suya, asistimos a un proceso de lento encuentro de Lew Archer con la amargura, el hastío y el desencanto por la vida, comenzado a esbozar en su penúltima novela El hombre enterrado. Quien haya leído El caso Galton y La mirada del adiós, del mismo autor, podrá comprobar ahora en esta última obra de qué manera el detective de Ross Macdonald ha trocado su antiguo aplomo de investigador duro y distanciado por el del hombre que investiga no un caso más, sino el entramado mismo de la vida (de la sociedad norteamericana léase). Una lectura atenta de cualquier libro de nuestro autor nos indica en seguida que la trama, a veces ardua, nunca truculenta, es la excusa que sirve para poner frente a nosotros un conjunto de personajes atormentados, no tanto por el delito que pudieron cometer como por el peso de sus propias conciencias, siempre a la búsqueda de sus identidades difusas, desencontradas. Sin embargo, en ninguna novela anterior se muestra Lew Archer tan desnudo ante sí mismo como en esta última. El constante deambular de la intriga entre la luz y la sobra de las identidades inciertas, el insistente pasado que nunca está muerto porque Lew Archer sospecha que alguien se beneficiará con su devastadora y traumática desaparición, la dolorosa y obsesiva presencia del padre ausente, son constantes que Ross Macdonald maneja con la misma profundidad y afán terapéutico de un psicoanalista. Estas constantes en El martillo azul se enriquecen con el inédito miedo que Lew Archer siente ante la fatal posibilidad de que Betty Jo muriese; por eso dice el detective, una vez que el peligro ha desaparecido: «Un rato después pude ver el pulso azul irregular de su sien. El latido del martillo silencioso que significaba que aún vivía. Confié en que el martillo azul jamás se detuviera.» El misterio desvelado, el pasado reconstruido no dibujan jamás en los labios de Lew Archer una sonrisa triunfal; nadie ha ganado nada. Alguien ha muerto y el culpable no sabemos con certeza en última instancia de qué es realmente culpable. Aunque, a ráfagas, un lirismo visceral se apodera en esta novela de Lew Archer. Lo suficiente como para que no se le tilde de blando. Pero cuando la trama de esta novela haya terminado nadie podrá negar que el tema preferido de este detective, como en toda gran literatura, son los hombres «perseguidos en sus cuartos alquilados, hombres que envejecían y se aferraban a su virilidad antes de que cayese la noche y se sintiesen súbitamente ancianos».
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