La indolencia de Onetti
El interés de la publicación de Los adioses (1954), de Juan-Carlos Onetti en España, se concreta mediante el cumplimiento de una doble finalidad. La de dinamizar el acceso a un autor prácticamente descubirto por las editoriales peninsulares al filo de los años setenta, y la de hacerlo esta vez por medio de un título considerado como no dorsal por la crítica, por los estudiosos de la obra del escritor uruguayo.No obstante, la presunta descalificación que contendría de entrada esta segunda finalidad, Los adioses, ha juzgado Monegal, puede considerarse la obra de transición entre lo que el crítico denomina segunda época de Onetti, entre La vida breve (1950) y lo que esta novela constituye como afán preliminar por la conquista de una geografía mítica -la de Santa María-, y su plenitud definitiva: tímidamente registrada tras la aparición de Para una tumba sin nombre (1959) y alcanzada, de forma plena, en El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964). Las dos razones que se aportan para tal enjuiciamiento son las de que Los adioses significan otro episodio de lo que poco a poco llegará a ser la saga de Santa María -por lo demás, débil y desorientada; ajena a un mínimo análisis de espacios ficticios-; el uso, en la obra, de la ambigüedad técnica del punto de vista dota de consistencia, una vez más y en ascenso, la visión ambigua del mundo que nos entrega Onetti a través de sus narraciones. Consideración más feliz, esta última, por lo definidora de todo el quehacer de Onetti dentro del campo de la escritura, aunque susceptible de algunas precisiones no carentes de interés para la comprensión de Los adioses. Obra esta donde, además de ensayarse, con explícita intención, un punto de vista soberano, cedido a un narrador-testigo, para, fenomenológicamente, verificar la invalidez, la contingencia de cualquier lectura del mundo que nos rodea, se categoriza, existencialmente, el despropósito que constituye para el hombre cualquier huida, siquiera transitoria, de la muerte.
Los adioses
Juan-Carlos Onetti.Prólogo de Wolfgang A. Luchting. Barcelona. Barral, 1978
En la novela es lateral la circunstancia de las relaciones del recién llegado al pueblo (Cosquín, en la sierra de la Córdoba argentina, en la realidad, según Josefina Ludiner), un ex jugador de básquetbol enfermo del pulmón, con las dos mujeres que, sucesivamente, le visitan, el posible misterio que sobre esas estancias se teje, o el enigma banal del descubrimiento de la identidad de la segunda mujer; todo ello no hace sino evadir una significación central: desde el principio, el almacenero, el narrador-testigo citado, posee el resto de destino que le queda por cumplir al enfermo: «me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse» (página 29). Todos los pliegues de la anécdota no van a servir sino como confirmación de esa profecía lamentable.
En Los adioses espiga Onetti otra parábola radical de la insensatez del vivir; encerrando a sus personajes, esencialmente vacíos, en un tiempo decapitado de futuro -como antes lo hicieran Proust y Faulkner con los suyos-, incapaces de alterar la línea de sus días: «Desde afuera, a través de la cortina de la puerta de vidrio, vi que el hombre se detenía, apoyándose en el pasamanos, encogido, hecha grotesca e infantil -anótese el viboreo de su síntasis-, por un segundo, su vieja, amparada incredulidad» (página 57). En el nivel de los paralelismos, y más aún en el de las imposibilidades, las analogías simbólicas entre la lejanía que se impone entre el ex jugador y la vida, no es disparatado asociarla a la que, en una obra posterior y destacada, se apreciará entre Larsen y sus esfuerzos por recomenzar la actividad de El astillero. En ambos personajes se observa el mismo tono de desconcierto acallado, la falaz credulidad que los empuja. Por ello no es dificil captar en estas ficciones -los ejemplos vertebran toda la producción onettiana- cierto desprecio hacia la anécdota, para ocuparse febrilmente de su disposicíón; no es lo prioritario el contar, sino el cómo hacerlo. En Los adioses el narrador-testigo -simplemente para aclarárselo al prologuista: de sexo varón, como puede apreciarse en muchas de las páginas de la novela:«... como si los hombres en mangas de camisa, casi inmóviles en la penumbra del declinante día de primavera, constituyéramos un símbolo más claro...», se dirá el almacenero en la página 30. Dato observable además en páginas 45, 68 y 69 asume este principio con frecuencia: «Sabía esto, muchas cosas más, y el final inevitable de la historia cuando le acomodé la valija en la falda e hice avanzar el coche por el camino del hotel» (página 55). Como queriéndonos hacer partícipes de la falencia que supone toda narración desde el principio, la distancia engañosa en que cae toda verbalización, toda interpretación del mundo.
Con Los adioses nos entrega Onetti otro capítulo de su Incertidumbre; de su asombro, como criatura, de lo falaz de la existencia, de esa pluralidad e indiferencia de soluciones vanas que nos ofrece.
Con Los adioses ocurre al fin lo de siempre con cualquiera de las novelas o los cuentos de Juan Carlos Onetti -qué fácil hablar indistintamente en esta ocasión-: la tranquilidad desaparece, leer se torna un ejercicio diferente. Las conductas frías de sus personajes, los escenarios que pisan, o simplemente intuyen, la prosa que esto nos acerca, producen el mismo desasosiego que el placer furtivo, la emboscada feliz.
Babelia
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