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La participación europea

Tadeus Kantor arrebató al festival con su espectáculo La clase muerta. Fue el triunfador absoluto e inequívoco. Conmoviclos, emocionados y admirados los, participantes han aplaudido fervorosam ente, una y otra vez, en uno u otro lugar, siempre que han reconocido a Kantor o a alguno de los actores polacos del grupo Cricot 2. Es muy justo. El Teatro de las Naciones es una confrontación rigurosa y severa, pero es, al mismo tiempo, un lugar esperanzado,al que acuden las gentes de teatre para reconocerse y confirmar su fe en la capacidad de la expresión dramática para continuar expresando el sentido de la vida humana. Y esta expresión, lógicamente, afecta tanto a los contenidos como a las orientaciones formales con que estos contenidos se presentan. La respuesta polaca es insuperable.Hace diez o doce años que el grupo de Cracovia Cricot 2, traba jando siempre sobre textos de Witkiewicz, comenzó a circular por los grandes festivales. Sus montajes de La sepia, La pequeña mansión, La gallina de agua y Las graciosas y las monas fueron aplaudidos en Alemania, en Italia y en Yugoslavia Nancy y Dourdan se sensibilizaron después. Edimbrugo aclamó el trabajo de Kantor como la obra maestra de las reuniones. Se pre miaba así un singular empeño. Kantor procede de la pintura y Cricot 2 no es ni más ni menos que un grupo de actores que trabajan severamente sin haberse molestado en institucionalizar el equipo Cricot es el nombre de un viejo teatro desaparecido hace cincuenta años. Su pnincipio fundamental es el de un teatro «autónomo» que no intenta interpretar, transformar o escenificar la literatura, sino que crea una realidad organizada en «campos de tensión». Todos sus elementos expresivos son grotescos y metafóricos. Y la superposición de actores, accesorlos, espectadores y textos crea una tensión dramática no imitativa de la vida que debe muchísimo, según creo, a la pintura contemporánea y a su habilidad para sorprender e inquietar.

La «sesión dramática» presentada por Kantor en Caracas es la segunda versión de La clase muerta, que estrenló en Cracovia hace casi tres años. Se trata de un ritual dramático en que los actores re componen en un aula la ambigüedad fragmentada de su infancia, su vida, sus ensueños y sus apasionamientos. Esta recomposición es desintegradora, ya que les conduce a un enfriamiento final en que se contiene la memoria completa de sus ilusiones y sus desesperanzas. La riquisima propuesta respeta el manual dramático de una forma tan automática que los actores parecen rechazar sus papeles y sustituir el conocimiento por la intuición. Kantor está siempre en escena, justamente para evitar las identidades emocionales. Es que de alguna manera está siguiendo a Craig: sustituir al actor vivo por la marioneta para mostrar que el carácter natural del ser humano le impide insertarse con naturalidad en la expresión artística. Por eso Kantor provoca un choque metafísico, obligándonos a descubrir una cierta imagen circense de la vida que ni remotamente excluye la conciencia de la responsabilidad. Todo ello, evidentemente, replantea en forma vindicativa la relación actor-espectador, confiriéndole una tremenda fuerza de choque. Lo cual, dicho sea de paso, devuelve al teatro de vanguardia la perdida capacidad de enternecer y conmover.

Mercado Común del teatro

La sorpresa europea se esperaba en Caracas. Es muy visible la recuperación de la iniciativa por parte de los centros vivos de creación teatral que, en los últimos años, han articulado una especie de gran mercado común europeo del teatro: los polacos Grotowski, Kantor y Szajna; el inglés Peter Brook; los italianos Gassman, Strehler y Ronconi; la sueca Suzanne Osten; la yugoslava Mira Trailovic; nuestra Espert; gentes que reivindican inteligentemente la tradicional pasión europea por un teatro hecho con imaginación, sensibilidad, talento y técnica. Un teatro que se ha hecho presente en Caracas por la participación de once países: Alemania democrática, Bélgica, España, Francia, Hungría, Holanda, Inglaterra, Italia, Polonia, Suecia y Yugoslavia. El alto nivel de los descollantes me lleva a descartar a Bélgica, Hungría, Holanda e Italia, representadas por grupos segundones de muy menor calidad. Ya he dicho que los polacos son de difícil superación.

El Klarateatern sueco se presentó con algo insólito: una versión de El lazarillo de Tormes. Una verslón lineal, clara, ponderada y justa, confiada sobriamente a los actores y a la imaginación espectadora: La inteligencia de los movimientos y la flexibilidad de las interpretaciones da al lenguaje escénico una dimensión que recibe tanto la amarga imagen medieval como la suave reflexión escolástica o el canto vitalista y socarrón. Por contraste con Suecia, el Atelier 212, de Yugoslavia, enseñó su fres quísima versión de Ubu Rey. Con fieso que me encantó el desintelec tualizado y popular trabajo de ese gran texto, hoy abrumado por sus significaciones como obra de rup tura. Una propuesta muy distinta a la realizada, sobre la misma obra, por Peter Brook, que compareció con su centro francés de creaciones teatrales. El rigor, la inventiva, la malicia del grupo que dirige Brook convierten la representación en una fiesta directa de comunicación simple y fácil: se trata de «un lenguaje universal» que se reorganiza permanentemente en nuevas y no rígidas formas que tienen el vigor tonificante del circó y la alegre sabiduría de cualquier letra popular. Un paisano de Brook, Lindsay Kemp, renovó en Caracas el éxito madrileño de Flowers. Y el «teatro del pueblo», de Rostock, compare ció con un recital para cuatro músicos cuyo texto, El cimarrón, basa lo en la famosa novela de Miguel Barnet, ha servido a Hans Werner Henze para experimentar un nueva forma de concierto en que volumen, ritmo y fraseo son improvisados sobre una gráfica de improvisados sobre una gráfica de guía. Henze trata de sobrepasar las experiencias de Weill y para ello encierra en centros gravitatorios propios a barítono, flauta, guitarra y batería. Como asistí sin solución de continuidad a la experiencia alemana, tan intelectualizada, y al desbordamiento popular de los cubanos, he decidido no tratar de explicar nunca lo que «es» un teatro de expresión socialista y me limito a decir que hay mucha tela que cortar y que está siendo cortada.

Europa, en definitiva, ha venido a pedir atención y respeto para cuatro grandes corrientes teatrales: la popular, susceptible de grandes contenidos musicales y políticos; la experimental, que sostiene los más afinados laboratorios de investigación; la filosófica, que trata de entender la vida contemporánea; la soñadora, inconcreta, emocional, mística y plástica. Las cuatro corrientes tratan de abrir al hombre buceando en sus orígenes, cultura les y transculturales, analizando su historia, indagando en su futuro. Es lo que se espera del teatro europeo. Un teatro que, en esta hora, lucha frenéticamente contra las duras barreras del miedo al futuro, el miedo a los cambios, el miedo al hombre. Un teatro que propone, además, una fiesta de la pasión, otra del sentimiento y otra de la inteligencia. Sueños antiguos. Caminos nuevos. Incluso con el eter no riesgo europeo de la fortificante y alegre cuerda floja.

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