Bienal de Venecia y el juego de la oca
El título no es mío. Me hubiera gustado que lo fuera, pero se debe a la pluma de Germano Celant, quien, aludiendo a las seis secciones de que consta el pabellón central de la Bienal (de supuesto contenido crítico-histórico), ha dado en llamarlas las seis estaciones del viejo juego de la oca. Y no deja de asistirle la razón, si se tiene en cuenta el alegre cálculo con qué se han trazado las reglas de la partida, la arbitrariedad a que se ha atenido la selección de nombres y obras, y el ritual mismo de que quiere investirse una simple muestra retrospectiva, montada y bien montada, para refrendo de las galerías comerciales y revalorización de las colecciones privadas. ¿En qué queda el tan cacareado carácter de investigación que pretenden seguir asignando a la Bienal sus sagaces mentores y montadores? En el toma y daca de los valores consagrados (sin excluir los de bolsa) y en la exaltación del mayor de los caprichos. «La bienal de los caprichos», ha llamado, sobrado de argumentos, Pier Giovanni Castagnoli a la presente edición de la muestra veneciana.Cito de entrada la opinión irónico-festivo-demoledora de dos prestigiosos críticos italianos para que, al emitir la mía, no pueda el lector achacarme despropósito, arrogancia o desmesura. Y no me sería difícil traer al caso otras cuantas más, de análoga condición acusadora; que si algo ha dejado en claro, y muy en claro, la edición de la Bienal del año en curso ha sido la unanimidad de juicio a la hora de denunciar la absoluta falta de criterio con que los organizadores oficiales han pretendido aglutinar la confusión babélica y la mediocridad sin paliativos, al amparo de un ambicioso título general: « De la naturaleza al arte, y del arte a la naturaleza» (esto es, de oca a oca y, tiro porque me toca). Mediocridad, confusión y capricho (no ajeno, según dije, a los intereses del mercado) es, en efecto, lo que cabe descubrir en el suma y sigue de los pabellones concurrentes, encabezados por el mal ejemplo del pabellón central y oficial.
Comencemos por éste, dado que en él se señalan los propósitos del comité organizador, presidido por el señor Ripa di Meana, tocado definitivamente del ala. Y aquí nos topamos con la primera y mas grave contradicción. A lo que se ve, Ripa di Meana y los suyos habían contratado (tal es el término más ajustado a verdad) una gran exposición antológica de arte contemporáneo, mucho antes de saber con alguna certeza cuál había de ser el común denominador de lo que había de exponerse. Transcurrió el tiempo sin que nadie se pronunciara en este o aquel sentido. Hubo conversaciones y componendas, tiras y aflojas, dimes y diretes..., y al fin, dos o tres meses antes de la inauguración, decidiéronse a adoptar el antedicho eslogan general y su presunta condición unificadora: «De la naturaleza al arte y del arte a la naturaleza. »
Las seis estaciones
¿Qué tenía que ver la exposición previamente contratada, por y para el pabellón oficial, con el obligado signo monográfico a que habían de ajustar, como fuese, sus propuestas los pabellones de los países invitados? Lo que las témporas con los bajos de la espalda. ¿Cómo acomodar una mera muestra retrospectiva, de pintura y escultura, a unos titulares de tan acusada ambición conceptual, más propios de tratado filosófico que de espectáculo festivalero? Cuestión de juego de palabras. Si la cosa iba de arte y naturaleza, bastaba con saber conjugar los términos, aunque: sus conceptos respectivos quedaran sustancialmente desvirtuados, y dar con la eventual fórmula mágica, mediante el enlace de la preposición que mejor cuadrara al caso: la naturaleza del arte, así, por las buenas, sin precisar a qué oculta esencia se refería aquella voz, ni de qué arte (¿el arte en general?) quería hablarnos ésta.
Una vez que los perspicaces organizadores alumbraron la fórmula salvadora, comenzó el juego de la oca con sus seis estaciones. Eran muchos los cuadros y no pocos los compromisos, ideándose, para ordenar los unos y atender a los otros seis apartados tan caprichosos como hilarantes. En verdad que hace falta probado ingenio para agrupar lo acaecido desde la primera década del siglo hasta hoy, en la magnificación sintética (valga la paradoja) del primer apartado: gran abstracción Igran figuración, con la inclusión de nombres como los de Mondrian, Kandinsky, Malevich.... por un lado, y los de Picasso, Braque, Duchamp.... por el otro, más el acarreo de un puñado de artistas italianos de segunda y tercera fila, por aquello de que el partido se jugaba en casa.
Como una ventana
No menos ingeniosa resultaba la síntesis del segundo apartado: ventanalinterior. «Todo cuadro es como una ventana que se abre en una estancia», venían a sugerirnos los prohombres de la Bienal, con ejemplos de De Chirico, Dalí, Magritte, Ernst, Rauschenberg, Ba con, De Kooning... y los italianos de turno. El tercer apartado poseía algo de enunciado esotérico y algo de parte meteorológico: la iconosfera urbana. Y todo ello para decirnos (¡a estas alturas!) lo bien que pintaban Boccioni, Léger, Se verini, Otto Dix... y lo mediana mente que lo hacen los italianos de la repesca. En el cuarto apartado lo convencional del planteamiento (?) quedaba reflejado en la literalidad del título: la convención de la visión, con descarada parcialidad hacia los nativos, muy conocidos, algunos de ellos en sus respectivos hogares.
Entre la altisonancia y la broma, el quinto apartado quedaba redactado de esta guisa: la entropía en el arte. «El arte se plasma como objeto mutuo», era la consecuencia a que habían llegado, no sin sudores, Ripa di Meana y sus muchachos, para halago del artista y del contemplador y con la sorpresa de que en esta ocasión no figurara la firma de ningún italiano. El sexto y último apartado (naturaleza/ antinaturaleza, ¡nada menos!) tiene la virtud de salvar el honor español, dado que en él figuran dos excelentes cuadros de Antoni Tápies, el único artista que nos representa (junto a los históricos Picasso y Dalí) en el pabellón central, al lado de Brancusi, Burri, Pollock, Fontana... y el escandaloso desmadre de los de la localidad a quienes corresponden las tres cuartas partes de lo allí expuesto.
Los valores consagrados
La contradicción entre lo exhibido en este pabellón oficial y lo mostrado en los de las diversas naciones concurrentes salta tan a la vista que ha originado la general estupefación, dando pábulo a no pocas sospechas encabezadas por la muy compartida de que en todo el tinglado se trasluce un cierto aire de escaparate y rezuma un tufillo de comercialidad, sin que parezca infundada, para mayor inri, la duda en torno a la autenticidad de alguna de las obras maestras. No son minoría quienes opinan que en esta inesperada muestra retrospectiva (exenta de todo rigor históri-
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co-crítico y posibilitada en buena medida por la cesión de obras provenientes de galerías y colecciones privadas) se barrunta el propósito de consolidar los valores consagrados y sembrar confianza en cuanto a otros muchos por consagrar.
Los veintiocho países participantes, hecha solitaria salvedad de los Estados Unidos, han caído en la trampa, traduciendo la consigna oficial como Dios les ha dado a entender y acomodando las medidas de sus pabellones respectivos al pretencioso a la par que ingenuo reclamo titular: «De la naturaleza al arte y del arte a la naturaleza.» ¿Resultado? Una especie de feria del campo, con ciertos aires de barraca ambulante y no pocas sugerencias de muestra provinciana de materiales de construcción. Y como en tales manifestaciones públicas suele acontecer. junto a la exhibición de productos más o menos conocidos ha saltado la novedad: un hermoso toro, llamado Pingo, de no menos de setencientos kilos, y con la asombrosa capacidad de montar a una vaca mecánica, dotada de un curioso sistema de vaiven, y producir a la vista del público tres espectaculares eyaculaciones diarias. El artista creador de la novedad se llama Antonio Paradiso, nació en Bari hace 42 años y actualmente reside en Milán.
¿Naturaleza y arte? Naturaleza, más bien, y artificio, el mismo que se emplea en los procesos industriales de inseminación articial. Pocas dudas y unas cuantas ironías ofrecía la propuesta de Antonio Paradiso, o el alarde, según se mire, del toro Pingo. Venía, de una parte, a mostrársenos cómo en un mundo mecanizado y automatizado el acto mismo de la reproducción se ve transferido al plano industrial. Por otro lado, se le hacía harto clara al contemplador la sarcástica referencia a los sucedáneos eróticos (la muñeca inflable y afines) inventados por el mercado de la pornografía, y el parangón también entre el acto sexual conforme a naturaleza y el procurado merced a la peculiaridad del arte, en sentido lato. Tales parecen ser las consecuencias a que han llegado Pingo y Paradiso, adornadas con otras alusivas al mimetismo y basadas en ciertas premisas de la Gestalt.
No ha durado mucho la novedad. Al segundo día de pública exhibición, la policía ordenaba la suspensión del espectáculo, en virtud de una denuncia que lo juzgaba acto obsceno realizado en lugar público. No, no ha corrido de cuenta de la Asociación de Padres de Familla la oportuna o intempestiva delación, vaya usted a saber. De haber sido así, las protestas hubieran llegado a los cielos. Se han encargado de denunciar el caso los miembros de la Sociedad Protectora de Animales, y con ello se han apaciguado las iras de los espíritus más libertarios o proclives a pertinaz contestación. Bien está -parecen haberse dicho unos y otros- que se tolere la exhibición pornográfica o la pública obscenidad entre y para adultos racionales de ambos sexos, pero de ningún modo podemos consentir la degradación de un toro a la vista de sus desemejantes o su ignominiosa conversión en animal-objeto.
Otras "novedades"
La frustrada propuesta que tantos desvelos parece haber procurado al artista Paridiso, y con tan buen talante y gana llevaba a cabo el toro Pingo, ha tenido su aspecto o sus aspectos positivos. Aparte de haber puesto muy en entredicho el eslogan de la Bienal (¿no cabe entre naturaleza y arte, entre arte y naturaleza, entre la naturaleza del arte y el arte de la naturaleza... una manifestación tan extremada como obediente a unos principios generales que los propios organizadores distan mucho de conocer con alguna certeza?), ha servido para chafar la sima de incalculables tonterías con que otros artistas (y échele usted cuerda a la cometa) nos amenazaban y, aun realizadas, no han logrado elevar al rango de sorpresa, novedad, extravagancia o escándalo.
Este y no otro ha sido el caso de Menashe Kadistiman, representante de Israel. Se había esmerado el buen hombre en seleccionar un nutrido rebaño de ovejas y ocupar con él las dependencias del stand de su país, convertido en establo. Pingo y Paradiso se han encargado de aguarle la fiesta. ¿A quién había de sorprender, tras el suceso del hermoso semental y la sofisticada vaca mecánica, la inocencia de unas ovejas que se limitan a decir beeeé al complacido y respetuoso visitante? Lo que el pastor Kadishman ideó como el golpe de la Bienal ha concluido en juego de niños, o en ejercicio, tal como van las cosas, puramente académico. Niñería igualmente eran los afanes con que los ingeniosos holandeses asaban peces y más peces ante la indiferencia colectiva, o los consabidos montones de piedras y maderas con que otros invitados querían responder al reclamo general que en mala hora se les ocurriera a los responsables (?) de la nave veneciana en claro trance de naufragio.
Los veintiocho países participantes han mordido el anzuelo (la Bienal no da para metáforas de más noble estirpe), hecha excepción, según antes advertí, de Estados Unidos. Suspicaces ante la generalidad, ambigüedad e inconsistencia de la consigna itinerante («de la naturaleza al arte y del arte a la naturaleza») o sabedores, sin duda, del engaño que los organizadores oficiales iban a dejar muy de manifiesto en el pabellón oficial, los responsables del pabellón norteamericano se han curado en salud, limitándose a montar una soberbia exposición con la obra del pintor Richard Diebenkorn, que nada tiene que ver con el viaje de ida y vuelta entre ars y natura, pero que es, como digo, sencillamente admirable, aun inserta, y bien inserta, en la ley de la oferta y la demanda, a imagen y semejanza de lo que Ripa di Meana y sus huestes han tramado, bajo tenue capa de repaso histórico-crítico, en aquella estancia que debiera haber sido, y no lo. es, ejemplo y espejo de las demás.
Más rotos que cosidos
Me limito a exponer los extremos en que se apoya o tambalea la recién inaugurada Bienal de Venecia, a merced de una contradicción tan patente como indignante y con muchos más rotos que cosidos. En tanto la organización oficial vuelve a las andadas de una tradición caduca (sólo falta la restauración del gran premio) y a la complicidad con los grandes canales del mercado, tiene la desfachatez de exigir a los países invitados la obediencia a un lema que ni los más conspicuos aciertan a descifrar. Y los países, hecha excepción de Rusia y satélites (por razones que en su día explicaré), acuden, no sé si complacidos, indignados o dispuestos a secundar a carcajada limpia esta nueva comedia del arte en el propio suelo en que naciera.
¿Nada se salva en la presente edición de la muestra veneciana? Poco y con cuentagotas. Anote usted el buen montaje del pabellón de Italia («el arte es una pequeña cosa», reza una inscripción en una de sus salas, frente a la estúpida pretensión del eslogan oficial), el buen quehacer del británico Mark Boyle, la contundente expresión del germano UIrich Rückrien... yla dignidad con que, entre la improvisación y la penuria, ha resuelto la papeleta el pabellón de España, del que pienso ocuparme en una próxima recensión. Por lo demás, ya sabe usted en qué consisten las reglas del juego: en ir de oca a oca y tirar porque a uno le toca; perdón, en transitar de la naturaleza al arte y del arte a la naturaleza, sin grave riesgo de zozobra, ni posibilidad, tampoco, de llegar a buen puerto.
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