Las exposiciones en Bilbao
Con su última exposición de óleos en la galería Mikeldi, Gabriel Ramos Uranga entra de lleno en una serie de problemas que la pintura vasca plantea, y en un momento especialmente significativo, del que dan fe no solamente su exposición, sino al menos otras tres (las de Miguel Díez Alaba, Carmelo Ortiz de Elguea y José Luis Zumeta) que se han visto en Euskadi a lo largo de esta temporada. Cada uno a su manera, conduce su pintura a un punto de coincidencia con la de los demás, en cuanto al concepto de espacio y forma que permite referirnos a una situación colectiva. Aunque, insisto, no sea fácil generalizar, si como dirección, como señalamiento de unos y otros, puede encontrarse el informalismo tradicional (pues el informalismo, no se olvide, es ya una de nuestras más caras tradiciones) como troquelador de su concepción última.Gabriel Ramos Uranga es un pintor relativamente reciente. Su obra más numerosa, a la que durante mucho tiempo se ha dedicado casi exclusivamente, es el dibujo y el grabado, de los que su pintura hereda la inclinación grafista, y que al distanciarse de la figuración le hace insistir en la elaboración de un gesto incisivo, alambrino, unas veces referido en exclusiva a su propia entidad y otras a un contexto descriptivo naturalista del que es última posibilidad. Por esto encontramos hasta tres peldaños en su exposición: uno, el más antiguo, que enlaza con su trabajo anterior en el que más radicalmente conceptualiza el grafismo, en grandes lienzos donde es predominante la conciencia de un espacio neutro ilimitado, desarraigado.
Una segunda etapa, presente en la exposición, recuperación del impresionismo de muchos de sus antiguos dibujos, que disgrega o enmascara los datos naturalistas en gestos en trance de liberación que aún describen o relatan fenómenos de la naturaleza (luz, aire, enramada). El color aquí es más variado y transparente, luminoso y tonal, y los haces lineales configuran un espacio arraigado y reconocible como participante del paisaje. Son estos cuadros llenos de frescura y naturalidad, donde la solemnidad ritual de algún que otro gesto sirve sólo a evitar la tentación de una blanda y risueña entrega, es decir, a dominar la demasiada ebriedad de la transparencia. El tercer estadio parece ser una síntesis de los dos anteriores. En puridad de concepción estos últimos cuadros retoman la opción informalista gestual, pero el color y luminosidad los hacen asimismo acreedores de la inmersión naturalista.
Volviendo a la cabeza de estas líneas, y al hilo de lo dicho para Gabriel Ramos, añadiré que entre las dos opciones especiales en que él se debate encuentran también su encrucijada otros pintores vascos. La disolución formal (y su consecuente instauración de un espacio invertebrado y unitario) parece llamar a la puerta de los últimos lienzos de Ortiz de Elguea, después de una larga y brillante experiencia formalizadora. Miguel Díez Alaba, que había empeñado su trabajo en la cristalización, en fantásticos módulos urbanos de gestos electrizantes, elementales, sin más historia que su violenta estampación, rompe aquellas estructuras y se incorpora a una concepción netamente informalista. Por su parte, José Luis Zumeta trae a su última exposición de manera contundente, y con una extraordinaria sabiduría pictórica, un espacio y un proceder informalistas muy radicales, sin que por eso dejen de aparecer en ella numerosos ejemplos de lo que hasta ahora su pintura fue, realizada en un espacio radicado y complejo, entre el de los cubistas sintéticos y el surrealista.
Esta repentina y al menos cuádruple llamada del informalismo en la pintura vasca, cuando ésta parecía haberlo enterrado de manera concienzuda y original, es de arriesgada interpretación, y posiblemente se resolverá sin mayor abundamiento. Zumeta pinta ya por otros caminos, tratando de retornar la tradición prepicasiana. En Ortiz de Elguea puede tratarse nada más que de una de sus periódicas aproximaciones a la ruptura formal.
Babelia
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