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¡Arriba el campo!

En casi toda Europa hay un estado o estamento que se encuentra muy desatendido: el de los campesinos, que, según los filósofos antiguos, eran el fundamento de la sociedad. Hoy no es así. Nadie teoriza acerca de las excelencias del labrador. Todo lo contrario. Hace ya algunos años asistí aquí, en Madrid, a un congreso de sociología rural o cosa por el estilo, en el que un eminente especialista italiano afirmó que la disminución de la población rural era signo de desarrollo en el que su país se hallaba casi al final: porque a la vuelta de unos años no habría campesinos en Italia. También dijo, con esa frialdad que suelen tener a veces los científicos y los tontos, que no había que hacer demasiado caso de los lamentos de los viejos agarrados a su tierra, que quedaban sin integrarse en la sociedad «desarrollada». Salí bastante indignado y aun asqueado de la sesión. Han pasado acaso diez años y he aquí que un urbanista, también italiano, ante ciertas realizaciones urbanas del norte de España, se asombra de lo malas que son y se lamenta a la par del éxodo rural, que ha producido en su país incluso dependencia alimenticia. Aquí estamos más cerca de lo que pensaba el sociólogo hace diez años que de lo que piensa el urbanista hoy. De los especialistas es el equivocarse. Pero, en general, la gente, tan atenta siempre a sus intereses, parece que deja a un lado a la población rural. Si son campesinos, que revienten. O que les hagan una cosa más grosera, como la que el cura del cuento decía que había que hacerles a los paganos. Al fin y al cabo, el campesino es el pagano del día. «Bagauda» con tractor en la carretera, hombre de «jacquerie» que no queda dentro de los esquemas de discusión que hay entre los reverendísimos capitalistas y el venerable proletariado industrial. Con el campesino se pueden hacer mangas y capirotes. Unos intelectuales sensibles, escritor conocido el uno, filólogo destacado el otro y matemático el tercero, han venido a verme hace unos días para hablarme de algo que parece que compromete mucho el porvenir de gran parte de la población rural de Galicia. Esta tierra hermosísima y digna de todas las venturas imaginables, va a ser atravesada de norte a sur por una gran autopista. Hay que mejorar las comunicaciones, hay que flexibilizar la circulación general, hoy dificil, etcétera. Pero el problema es que, como gran parte de la población del territorio gallego es todavía eminentemente rural (subdesarrollada según ciertos técnicos, como el de marras), la autopista, con pocas bocas de entrada y de salida, corta propiedades, tierras, predios y todo cuanto se puede cortar, dejando a un lado a unas tierras y gentes al otro, otras sin posibilidad de comunicarse. Los afectados se han revuelto. Ha habido hasta enfrentamientos con la fuerza pública, a la que no se sabe por qué hay que obligar siempre a hacer el papel de sayón de paso de Semana Santa. A la par se ha hecho campaña fuerte contra el proyecto, y en ella han intervenido arquitectos y otras personas calificadas en tierra galaica. Los padres de la criatura la defienden, claro es, y con ellos, los de su misma profesión. Las razones que dan son siempre superiores, científicas. La existencia de la población rural gallega es un «atraso». Ni más ni menos. Los campesinos, en vista de eso, pueden ser maltratados. «Si son paganos, que les ... » Pensamiento permanente en un país peregrino en el que se inició un movimiento bajo la consigna de «¡Arriba el campo!» A nadie parece que interesa defender a la población rural, sea de catetos, sea de grullos, sea de paletos, payeses, baserritarras o como se les llame: siempre con deje despectivo. En esto se dan la mano el ingeniero y el obrero. Con el campo daremos una nota lírica o iremos a emporcarlo con nuestros detritus domingueros.Hace mucho, en un mitin anarcosindicalista, un joven orador, condescendiente ante un público que consideraba de labradores, dijo en tono melifluo: «Ya sabéis, compañeros labradores. Nuestra consigna es: la tierra, para el que la trabaja.» A lo que una voz aguda de riojano replicó: «¡La tierra que la trabajé... !» No pongo quién por respeto. Con el campo se especula o se gargariza. No hay respeto ni a la colectividad campesina ni a la entidad física rural. Así, el labrador se halla en un estado de frustración total. No sólo el pequeño, sino también el mediano.

Lo más que hacemos algunos es lamentar lo que ocurre, pero por eso tenemos reputación de chiflados, hasta en algunos sectores de la población rural, que ven como gran solución que las tierras del pueblo nativo se llenen de chimeneas.

Pese a ello seguiremos en nuestra postura. Hoy, aunque esto nada signifique e importe, he de solidarizarme con los campesinos gallegos, que defienden la integridad de su ser frente a las pretensiones tecnocráticas, que son desaforadas. En un particular se considerarían detestables. Pero la técnica todo lo puede y lo justifica. Hay que someterse a las leyes del progreso. Si los campesinos las quieren obstaculizar, peor para ellos. ¿Qué representan, en su subdesarrollo, ante el mundo del porvenir? Ya lo sabemos. Ese mundo, para Galicia, podría ser el País Vasco de hoy: superpoblado, polucionado, planchado..., pero con su autopista que comunica unos vertederos con otros y gozando de una paz idílica.

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Sí, señores. Hay que tener un poco de imaginación, cosa que los industriales españoles parece que no tienen. Hay que reflexionar sobre lo que la técnica da en función de economías dependientes. Y contra lo que recomendaba el sociólogo italiano, hay que llorar cuando los campesinos lloran y atender a sus razones, que son vitales y de conciencia. De lo contrario, resultará que de los antiguos fariseísmos religiosos, que hacían letra muerta, de las religiones, pasaremos al fariseísmo técnico. ¿Pasaremos? No. Ya hemos pasado. Cada vez que se invoca la idea del progreso para hacer un negocio seguimos a Caifás. Hay que ser práctico, realista, estar al día.

Cuando no hay intereses por medio, entonces sí, hablaremos de la tradición, de los valores eternos conservados en el terruño, y haremos un canto a las antiguas virtudes que en él se albergan. En un caso nuestro modelo será el sumo sacerdote hebreo; en otro, el dulce usurero Aegio.

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