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Reportaje:

Exposición de los inventos de Leonardo Torres Quevedo

A mediodía de mañana las máximas jerarquías del Estado inaugurarán una exposición que muestra el trabajo sorprendente de un español, ingeniero de Caminos, precursor de la cibernética y el actual desarrollo de los ordenadores: Leonardo Torres Quevedo. Desde Máquinas que juegan al ajedrez y ganan siempre al atónito jugador, construidas entre 1912 y 1920, hasta una reproducción del transbordador que, diseñado por Torres Quevedo, se tiende sobre el Niágara, un completo muestrario de la investigación teórica y práctica del ingeniero español será ofrecido durante los meses de abril y mayo a los visitantes del Palacio de Cristal del Retiro madrileño.

Un tablero de ajedrez eléctrico sostiene tres piezas: un rey acosado, frente a una torre y el otro rey. El jugador que intenta desafiar a la máquina levanta con cuidado la pieza y la deposita sobre otro cuadro. Al efectuarse el contacto, la transmisión del impulso es analizada, determinándose movimientos en la torre o en el otro rey, que son efectuados mediante piezas existentes bajo el tablero que al moverse arrastran magnéticamente a las figuras del juego. Cada nuevo movimiento del jugador desencadena nuevos movimientos de las piezas que se desplazan solitarias, sin que nadie las mueva. Al final, todo es inútil. La máquina siempre gana.No estamos ante un sofisticado ordenador sino ante una máquina construida a principios de siglo con todo ese extraño encanto de los primeros dispositivos eléctricos con los que comenzaba el desarrollo de la tecnología eléctrica.

Antes de lograr resultados tan sorprendentes, Leonardo Torres Quevedo había trabajado teóricamente. «El trabajo de mi abuelo se basa en dos memorias sobre máquinas algebraicas», explica a EL PAIS Leonardo Torres Quevedo, nieto, ingeniero de Caminos también, e hijo a su vez de otro ingeniero de Caminos. «Mi padre consideró los éxitos de mi abuelo basados en esas dos memorias -prosigue-, efectuadas en 1900 y 1914.»

Nacido en Santander en 1852, Leonardo Torres Quevedo, tras ejercer algunos años un trabajo más o menos rutinario en ferrocarriles, cambiaría pronto la mecánica de todos los días por la imaginación y la creación constantes.

Un primer experimento le lanzaría al éxito. Desde lo alto del prado llamado de los Venerales hasta otro prado de más bajo nivel, cruzando por encima de un rústico camino que hoy es la carretera de Silió, en la zona santanderina de Portolín, ideó y materializó un transbordador consistente en una silla o butaca, movida por una pareja de vacas. Era el año 1887. Veintinueve años después, en 1916, un imponente transbordador, el Spanish Niágara aerocar, vulgarmente conocido por el spanish, se tendía sobre el Niágara gracias al ingenio del ingeniero español, donde continúa prestando servicio.

Pero en esos treinta años que median entre el modesto transbordador santanderino movido por vacas y el ingenio del Niágara, Leonardo Torres Quevedo no se había limitado a la realización de audaces y geniales obras tecnológicas. La automática estaba naciendo y las ya citadas memorias de máquinas algebraicas darían origen a ingenios como un telekino, primer artificio de dirección y mando a distancia del mundo que permite, mediante ondas herzianas, modificarla velocidad de un barco, girar el timón, arriar la bandera, etcétera; jugadores y robot autómatas; los ya citados ajedrecistas, y otra multitud de ingenios de variadas aplicaciones.

La exposición sobre Leonardo Torres Quevedo, cuarta de las organizadas por el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, tras la de Eiffel, Carlos Fernández Casado e Ildefonso Cerdá, muestra la obra de un es pañol que contribuyó decisivamen te al desarrollo de los cerebros artificiales de nuestros días. En palabras de José A. Fernández Ordóñez, presidente del Colegio y tenaz defensor de la dignidad profesional de los ingenieros españoles: «Torres Quevedo fue tanto ingeniero como inventor -como a él le gustaba llamarse- y en cierto modo un sabio. No inventaba por necesidad de subsistencia o por obligación social, sino por una necesidad interior que le enriquecía. Para él no había contradicción entre el trabajo y el placer; su actividad no fue ajena nunca a su experiencia vital.»

Precisamente, este impulso vital conferido al propio trabajo se convierte así en la base de una transformación de la realidad y de las condiciones de vida de los seres humanos. «Hoy son millones las máquinas matemáticas -concluye Fernández Ordóñez-; se usan en todos los campos de la producción industrial, transportes, comercio, servicios, etcétera. Si con la mecanización se fracciona el trabajo y se va a una utilización monótona de la mano de obra, con la automatización se debería tender a la eliminación del trabajo simple y a acrecentar las posibilidades de investigación, de un trabajo al margen de la producción directa, de una mayor creación donde no sea la cantidad de trabajo el elemento decisivo. Es la alternativa ante la utilización de las personas como una «fuerza de trabajo simple no cualificada, sin contenido científico, sin desarrollar sus capacidades creadoras, despilfarrando su capacidad humana».

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