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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Valle-Inclán, trágico y popular

Podemos, por fin, sin tensiones, obstáculos ni opacidades ver, oír, conocer y recibir completo a don Ramón del Valle-Inclán. Ya era hora. Su mutilado repertorio, su gravitación desde términos exclusivamente textuales, su presentación temerosa y difícil, nos han tenido lejos de un conocimiento natural y sin crispaciones. Ya podemos. ¿Podemos? Con Las galas del difunto - La hija del capitán- vistos, con Los cuernos de don Friolera, completos los Martes de Carnaval-, fresquísima la ilustre memoria ole Luces de bohemia, tenemos un directo conocimiento del esperpento. ¿Lo tenemos?Ahora vamos a empezar a darnos cuenta, si alguna duda nos cabía, de lo enorme autor que era Valle. Y de la absoluta necesidad que tiene nuestro teatro de rescatar a Valle para seguir adelante. Porque dichas ya tantas cosas, y tan apasionadas, sobre Valle, quizá podamos empezar a enriquecernos con él, abandonando las simplificaciones radicales. Que no es -no es solamente- un exasperado genial. Que no es tampoco un pasmoso creador y jugador del idioma. Ni un desesperado imaginero que sabe que no va a estrenar. Ni un entristecido y colérico hombre del 98. Es un escritor que reúne todo eso, lo adecua, lo pondera, lo combina y lo maneja con intensidades, claroscuros y tonalidades de distinta raíz y diferentes tiempos. Ni la ira ciega a Valle, ni la incomprensión lo, ablanda, ni los dichosos espejos del callejón del Gato deforman mecánicamente con la reiterada y aburrida palidez de la barraca de feria. Como en todo gran autor, las cosas suceden unas veces así y otras veces de otra manera.

Las galas del difunto y La hija del capitán (Martes de Carnaval), de don Ramón del Valle-Inclán

Escenografía y vestuario: Claudio Segovia y Héctor Orezzoli. Música: Carmelo Bernaola. Dirección: Manuel Collado. Principales -interpretes. María José Goyanes, Margarita García Ortega, Encarna Paso, Pepe Calvo, Manuel Galiana e Ismael Merlo. En el teatro María Guerrero.

Las galas del difunto y La hija del capitán son dos esperpentos de rango distinto unidos por el rechazo de la atmósfera española del 98, el primero, y de la cómica panoplia vital de los años veinte, el segundo. Con esos aires se encaran Juanito Ventolera y la Sin¡, dos personajes relativamente solidarios con el espíritu de Valle, que crucifican, desde su personal crispación, las opresivas atmósferas en que viven. Ambos critican sin ser criticados. Ambos son los intermediarios existenciales que nos envían, desde sus espacios escénicos, la propuesta ideológica de Valle. Ahí subyace una orientación shakespeariana, como subyace otra referencia a Lope en el ardor por conectar con la vitalidad popular. Son los personajes con quienes Valle se emociona. Y entre lo trágico y lo grotesco -porque la Sini es una Mari Gaila que no oye los latines, y Ventolera un Montenegro sin casona donde caerse muerto Valle aplica a las fuentes populares al rumor de la calle, una hermosísima violencia estética que enlaza impecablemente con la plena imaginería del sensorialismo europeo contemporáneo.

Aquí tocamos algo que es vital para nuestro teatro: la representatividad de un mundo histórico concreto y el equilibrio entre la expresión artística -con sus necesarias arbitrariedades- y la preocupación directa por clarificar las bases sociales consideradas. La fórmula de Valle es identificable: plasticidad visual y violencia lingüística. Algo que no está -y va a tener que estar- en las normas de nuestro teatro

La sorpresa de esta representación hiperrealista del María Guerrero reside, precisamente, en que Manuel Collado ha inventado una dramaturgia general para contar los esperpentos. Esta dramaturgia puede, por supuesto, discutirse, pero está ahí. Forzados los actores al tremendo y olvidado rigor de la expresión frontal, empujados a componer, como está mandado -y vuelto a mandar por Brecht-, la fisiología general de los personajes, reconstruidas minuciosamente las épocas, los dos esperpentos acusan, inquietan y fascinan. (Hay, naturalmente, rupturas inevitables: Galiana se sube al arlequinismo para encajar en un personaje histérico, y Calvo se baja al naturalismo para acomodar sus vacilaciones.) Se debe ello, en Primer lugar, a una minuciosísima dirección de actores que gradúa la coloración desde las humanidades de María José Goyanes, hasta los relámpagos de Encarna Paso, Margarita García Ortega, Ismael Merlo o José María Pou. Valle es así. Y se debe, también, la sorpresa a la rica y espléndida visualización de Claudio Segovia y Héctor Orezzoli, creadores de unos decorados absolutamente sensacionales, tanto en su concepción como en su realización. La vieja -y olvidada- perspectiva, reina con tal vigor que imprime carácter a la representación hasta extremos inauditos. Un ejercicio de estilo tan brillante, forzosamente obliga al espectador a integrarse en la historicidad concreta de los ámbitos. Reflexión y emoción -coinciden en globalizar un asalto general a los sentidos del espectador. Un planteamiento que Carmelo Bernaola ve clarísimamente al proponer un soberbio ejercicio musical de recibo inolvidable.

Ahí pues, está otra vez Valle Inclán. Y, con su nombre, los problemas que su obra nos plantea. El Valle crítico e inconformista lo era, con una sociedad y con una estética. No ver y no oír a Valle era suspender un ejercicio crítico y, al mismo tiempo, retrasar un desarrollo teatral. Ya no se trataba sólo de silenciar el pensamiento de Valle sobre la guerra de Cuba o sobre el golpe de Primo de Rivera. Se ha tratado de un frenazo estético y aun técnico que nuestro teatro padece y va a padecer bastante tiempo. Por eso es muy de agradecer este gran esfuerzo de Collado. Y del María Guerrero. Valle-Inclán reúne dos cosas que nos son vitales: el no conformismo crítico y el talento creador. Una y otra vez, acertando o chocando, tenemos que seguir y seguir, persiguiendo las propuestas de decoro social y renovación estética que se contienen en la obra de Valle. Nuestro autor mayor de este siglo. El aguijón que no nos dejará dormir hasta haberlo asumido en su plenitud.

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