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Tribuna:Ante el debate constitucional
Tribuna
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La Constitución y la autonomía financiera

Decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Autónoma de BarcelonaUno de los hechos más sobresalientes del proceso democrático es pañol es la creciente presencia en la escena pública de las reivindicaciones autonómicas de los distintos pueblos de España, sus nacionalidades y regiones, que, al fin, aparecen con su nombre en el primer borrador del texto constitucional. Ha bastado un simple soplo de libertad para que los españoles descubramos que autonomía y democracia siempre han corrido paralelas y solidarias, hasta el punto de que los derechos de los pueblos a recuperar su propia cultura, su historia o sus instituciones se confunden en el tiempo con la restauración de las libertades públicas, el sufragio universal o la libre expresión y asociación política... Ya lo dijo con precisión el presidente del Consejo de Ministros, Manuel Azaña, en su discurso parlamentario del día 27 de mayo de 1932, al discutirse la totalidad del Estatuto de Cataluña: «Bajo la misma losa han padecido las libertades públicas españolas y las apetencias autonomistas catalanas. ¿Tiene algo de notable o de extraordinario que hayan renacido Juntas?» (Véase A. Nieto, en Descentralización administrativa y organización política, tomo II, página 31. Madrid, 1973).

La autonomía se presenta, pues, como uno de los objetivos básicos del proceso de consolidación democrática. Y esa autonomía requiere satisfacer determinadas exigencias estatutarias, administrativas, legislativas, etcétera, entre las que no es menos importante la autonomía económico-financiera: el elemento finalmente decisorio, la «piedra angular» de toda organización autonómica. Poco o nada representa una autonomía política si no conlleva, paralelamente, una autonomía financiera. De nada sirven unas instituciones autónomas si no cuentan con la posibilidad de controlar unos recursos económicos propios sobre los que ejercer una soberanía -aunque ésta fuese compartida-, ya que carecerían del instrumento indispensable para satisfacer las aspiraciones de sus pueblos. Lo que hará fracasar o, por el contrario, consolidará los regímenes autonómicos, no será su carácter presidencialista o parlamentario, no será su sistema proporcional o mayoritario, sino su capacidad para disponer de recursos económicos con'los que pueda asumir unas actuaciones concretas. Es por ello que nos parece oportuno abrir un debate sobre los principios generales que han de objetivar esa autonomía económico-financiera. Principios que, sin más preámbulos, se exponen a continuación:

I. Principio de delimitación constitucional de competencias

Este primer principio de delimitación constitucional de competencias significa que, a nivel constitucional, deben quedar perfectamente delimitadas las materias y competencias cuya legislación y/o gestión corresponde, por una parte, a la Administración central, por otra, a las regiones y nacionalidades autónomas, o que, finalmente, han de ser compartidas entre los órganos centrales y los autónomos; esto es la delimitación o definición general del marco de actuación en el que habrán de inscribirse con distinta gradación los estatutos autonómicos. Dicho principio ha sido desarrollado con precisión por el profesor González Casanova (véase EL PAÍS, 22-XI-1977), debiendo subrayarse que el borrador de la Constitución, en su malogrado artículo 143, desarrolla sólo las competencias que corresponden al Estado, abusando de fórmulas confusas y ambiguas como la que pone punto final a numerosos artículos: «... sin perjuicio de las facultades que corresponden en su día a los territorios autónomos». Ambigüedad que sigue manteniéndose en el texto presentado a las Cortes.

II. Principio de la uniformidad fiscal

El principio de la uniformidad fiscal significa un solo sistema fiscal; esto es, los mismos impuestos para todas las autonomías, principio que, con todos sus inconvenientes, es el único que asegura la igualdad de tratamiento fiscal para todas las nacionalidades y regiones. Como afirmaba recientemente el profesor Sureda, con ello se pretende que el pago de los impuestos «no, provoque distorsiones en la localización de las actividades industriales y comerciales y en el asentamiento de la población, porque no existen ni paraísos fiscales, ni territorios tributariamente castigados».

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Se trata, en fin, de evitar la «lucha fiscal» entre las nacionalidades y regiones, lo que, en cualquier caso, sería políticamente inaceptable para los socialistas, en cuanto que un proceso de esas características estaría en abierta contradicción con el principio de solidaridad entre los diversos pueblos que constituyen el Estado.

III. El principio de soberanía fiscal compartida

El principio de soberanía fiscal compartida significa que cada autonomía -y también con diversa graduación- podrá disponer: a) impuestos cedidos integralmente por la Administración central y recaudados en el territorio autonómico; y, b) cuortas, partes de otros impuestos recaudados en el territorio, bien en proporciones fijas definidas por ley constitucional, bien en proporciones móviles que permitan otorgar flexibilidad a sus ingresos, aunque, casi siempre, en detrimento de la autonomía. Todo ello supone otorgar una responsabilidad fiscal a los órganos autonómicos, haciéndoles copartícipes de los resultados de su propia gestión, lo que ha de traducirse en mejores rendimientos tributarios. Este doble sistema de reparto de los impuestos y contribuciones es el aplicado, entre otros países, en Italia y Alemania (RF), hasta el punto de que en este último, el 70 % de los impuestos son compartidos por el Estado y los Lander: el impuesto sobre la renta de las personas fisicas (50 % a cada una de las partes), el impuesto sobre sociedades (ídem), el impuesto sobre el valor añadido (TVA), el impuesto sobre los rendimientos del capital, etcétera, siendo relevante el dato de que los impuestos exclusivos del Estado federal sólo representan el 14 % del total recaudado y afectan solamente a las aduanas, energía, tabaco, bebidas alcohólicas -no incluida la cerveza- y otras de menor importancia; en Italia, aun siendo mucho más limitado el margen otorgado a las autonomías, casi un 80 % de la recaudación tributaria proviene del sistema compartido de cuotas-partes, aunque no llega al 20 % los impuestos cedidos íntegramente a las regiones autónomas. Para Gales y Escocia es posible que el sistema de cuotas-partes compense las insuficiencias del sistema de transferencias y subvenciones, indispensable para abordar los primeros pasos del proceso autonómico.

Por lo que se refiere al caso español, el primer borrador de la Constitución no reconoce tampoco la aplicación de este principio. Establece que los impuestos serían íntegramente del Estado, y las autonomías tendrían derecho a recibir transferencias o subvenciones, a crear y a percibir nuevos impuestos, tasas y contribuciones especiales. Pues bien, difícilmente podrían las autonomías adentrarse por esta última vía, ya que en otro caso, acceder a un régimen autonómico podría significar disponer de un producto de lujo que se paga con un impuesto adicional a los ya existentes del Estado. De hecho, detrás de la aparente ventaja que otorga la posibilidad de crear tributos, el artículo 150 del primer borrador oculta el recurso a la técnica de las transferencias o subvenciones, que sería la fórmula dominante entre las que ahí se contemplan. Precisamente, la que más limita el ámbito de actuación propio de las nacionalidades y regiones, constituyendo un serio obstáculo en detrimento de las autonomías.

Afortunadamente, la revisión efectuada en la siguiente lectura del anteproyecto de Constitución -respondiendo a propuestas que no son ajenas a los «Socialistes de Catalunya»- se han introducido cambios importantes -en el sentido antes apuntado- que abren una puerta a la posibilidad de que las autonomías puedan contar en el futuro con recursos fiscales suficientes que no ahoguen en pocos meses a los regímenes autonómicos. Aun así, todo dependerá del proceso negociador, que no podrá abordarse en condiciones ventajosas si se parte del principio, expuesto por el conseiller de Economía i Finances de la Generalitat, señor Folchi, en sus primeras declaraciones a la prensa: «La autonomía habrá de tener un precio.»

IV. El principio de solidaridad

Finalmente, otro principio ha de asegurar el marco constitucional de funcionamiento de las autonomías. Se trata del principio de solidaridad, que traduce el deseo de que las autonomías no constituyan un privilegio, sino la simple recuperación de un derecho de autogobierno. En cualquier caso, por muy deficiente que funcione un régimen autonómico, parece imposible que contribuya a agudizar los desequilibrios regionales en mayor medida que el centralismo burocrático de todos estos años.

Cataluña, corio se ha reconocido en las bases del Congrés de Cultura Catalana, está dispuesta a ejercer una acción solidaria en beneficio de otras colectividadesvía el traspaso de recursos a una caja de compensación reequilibradora de los desequilibrios propios a una economía capitalista y agudizados por un aparato estatal fuertemente centralizado y al servicio de los intereses del sisterna. Dicha caja, o fondo de compensación, deberá nutrirse de aporiáciones de las autonomías de acuerdo con diversos indicadores económicos (renta y gastos per capita, niveles proporcionales de pairo y emigración, déficit de equipamientos colectivos básicos, etcétera). Su instrumentalización y control deberá corresponder al Senado, aunque sólo si éste se configura realmente como una Cámara Alta de las nacionalidades y regiones; sus recursos financieros deberían destinarse rigurosamente a inversiones de infraostructura, servicios públicos, escuelas, hospitales, plan de reforma agraria, etcétera, limitando al mínimo los gastos de funcionamiento o simplemente burocráticos. Las principales aportaciones corresponderían, como es lógico, a Cataluña, Madrid y País Vasco. Y, en cualquier caso, esa opción solidaria no ha de considerarse como un principio residual, sino como la pieza central que articule un régimen autonómico duradero, espina dorsal de una reforma administrativa que rompa con las injusticias del pasado y sea correctora de las diferencias y desequilibrios que genera en su funcionamiento, el propio sistema.

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