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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las enfermedades de la economía española

LA ECONOMIA española es un enfermo gravé que empeora. El deterioró económico puede desembocar en una gran crisis nacional y. es necesario que los españoles tengan Conciencia de ello. Tal ha sido uno de los propósitos del vicepresidente económico señor Fuentes en sus alocuciones televisivas. Y éste ha sido uno de los puntos de partida en la negociación que el secretario de Estado para la Economía ha mantenido con las centrales sindicales de un lado y los empresarios de otro.La Europa contemporánea no conoce antecedentes de inflación galopante como los españoles de hoy, salvo en la República de Weimar.

En la frágil situación política española -sin constitución, con unos pequeños partidos embrionarios, sin resolver los estatutos regionales- la espiral inflacionista amenaza gravemente el proyecto de una España europea y democrática.

Es necesario entonces establecer un urgente diagnóstico que nos ayude a encontrar el remedio de esta enfermedad nacional. Seis factores son visibles en el conglomerado de problemas que nos aquejan: la transición política, la inflación, la crisis internacional, la ineficiencia del Estado, la necesidad de servicios públicos y la espiral desempleo-desinversión. La crisis ha sido grave en Occidente. El año 73 marca el fin de una larga prosperidad. Desde entonces los países europeos han probado con mayor o menor éxito reajustar sus economías. España no lo intentó siquiera. Se trata ahora de ver si el nuevo equipo económico será capaz de resolverlo y de plantear las bases de un nuevo modelo de desarrollo, toda vez que han quedado obsoletos los viejos esquemas franquistas.

La gran prioridad es reducir la inflación. La espiral de los precios es demasiado fuerte y en parte importada del exterior, por las alzas brutales de las materias primas y crudos petrolíferos desde 1973. Otro motivo indudable del incremento de la inflación se halla en la política salarial de las tres últimas décadas. España es un país con una distribución de rentas muy desigual. No existió durante el régimen anterior, un sistema fiscal que contribuyera a corregir las diferencias. Un régimen de fuerza, como el del 18 de Julio, usó la demagogia nacionalsindicalista en no pocos conflictos salariales. La mágica receta consistía en compensar automáticamente cada mejora salarial con una corrección en los precios y una contra partida onerosa en el crédito oficial. Este sistema fue rico en controles, intervenciones y ordenanzas para mantener en la mano todo el sistema social. El régimen de Franco no funcionó como un sistema de capitalismo moderno sino como un extraño engendro de intervencionismo e imbricación entre la alta finanza y el poder. Un mecanismo así, basado en el procedimiento de repercutir en los precios las mejoras salariales podía malfuncionar en una situación de prosperidad generalizada, pero resultaba absolutamente inviable en plena crisis. Cuando hoy los empresarios medios reciben presiones salariales para un aumento del 25 %, contestan ya de modo habitual: « Eso no lo resiste nuestro balance. Quédense ustedes con la empresa. Nos vamos. » Muchas empresas están hoy arruinadas, sin márgenes ni beneficios y amenazando quiebra. La situación requiere un acuerdo con las centrales sindicales a fin de conseguir que las reivindicaciones salariales no generen subidas de precios y pueda abordarse seriamente la redistribución de la renta nacional. Frente a la espiral salarios-precios no hay más alternativa que la de utilizar el sistema fiscal de modo que la renta se reparta por la vía de unos servicios públicos abundantes y satisfactorios. Pero el convencimiento de que para salir de la crisis buena parte del país debe vivir peor de lo que vive debe asumirse responsablemente.

Por eso la ineficiencia del Estado es una de las claves de la situación presente. La estructura del gasto público en España es una de las más arcaicas de Europa. Nuestro Estado gasta aproximadamente el 75% de sus ingresos en gastos de funcionamiento (salarios de los funcionarios más gastos corrientes) y sólo el 25% en inversión neta. El Estado español tiene poco dinero y mala capacidad de gasto, no ya por culpa de la corrupción sino por razones de incompetencia. El ejemplo límite es el de la Seguridad Social, el ente peor administrado del país, pasto de la corrupción, con 800.000 millones en unos presupuestos que nunca han sido vistos, que no han pasado por el Ministerio de Hacienda, y que se ignora si han sido hechos alguna vez.

Nos hallamos ante un Estado que recauda poco pero que apenas da nada. Un Estado moderno debe prestar servicios de educación, sanidad, asistencia social e infraestructura (transportes, urbanismo, equipamiento colectivo). Esas necesidades, desatendidas aquí por los organismos oficiales, tienden a ser cubiertas, distorsionadamente, por el mercado. En las democracias europeas, la industria y la creación de riqueza son el terreno natural de la iniciativa privada. El Estado se equivoca más y lo hace peor que los particulares. Pero el Estado no abandona los servicios básicos antes enumerados. En España contamos hoy con un Estado surrealista que hace exactamente lo contrario: fabrica camiones que ruedan por las autopistas hechas por la empresa privada.

El paro y la inversión son, con la inflación y la reforma de la fiscalidad, los grandes condicionantes para salir de la crisis. El paro ha existido de forma latente aun en los momentos de mayor prosperidad del régimen franquista, pero existía la industria europea para absorberlo. El coste social fue muy fuerte: entre los derechos básicos se reconoce el de trabajar en el propio país, y muchos de nuestros compatriotas hubieron de salir a Europa con una maleta para buscar su vida.

El paro seguirá aumentando por la caída de la inversión en el país, que impide la creación de nuevos puestos de trabajo. Y la inversión cae porque las expectativas de beneficio empresarial son pesimistas. Las reivindicaciones salariales llevadas al extremo generan ahora un paro adicional. Las empresas saben que tendrán que pagar más y no sólo no aumentan sino que disminuyen puestos de trabajo, amortizando las plazas posibles.

Pero la estabilidad económica nacional pasa por la solución del paro, esto es, por la creación de puestos de trabajo, sólo proyectable a medio y largo plazo.

El desequilibrio de nuestros intercambios con el exterior no puede dejar de mencionarse, por último, en el diagnóstico de la enfermedad económica. La devaluación de la peseta, aun cuando pueda producir una inflación adicional en ciertos sectores, era una medida inevitable y realista, de la que era, necesario partir.

Desde la muerte de Franco, tres Gobiernos han perdido veinte meses, sin hacer frente a la grave situación económica heredada del régimen anterior. Los problemas no han hecho sino crecer y agudizarse alarmantemente. En materia económica, como en otras materias, la realidad española no parece resistir ya mucho más. El equipo económico del señor Fuentes está planteando una estrategia técnica coherente y rigurosa. Pero no hay que olvidar que el problema -pese a su complejidad económica- es fundamentalmente político. Los mejores economistas posibles fracasarían en la tarea si no integrara su acción en un proyecto político global. Y esto sólo lo puede hacer el Gobierno en pleno, comprometido en la tarea, ofreciendo al país -a cambio de los sacrificios y el rigor- una convocatoria de horizontes atractiva y eficaz. Que es la que hasta ahora brilla por su ausencia.

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