La escalera de Odessa
Ninguna otra secuencia en la historia del cine más elogiada, más imitada, más admirada que ésta, cuya acción se desarrolla a lo largo de una escalera monumental, italianizante, como tantos otros monumentos del viejo tiempo de los zares, rematada por la estatua de un tal Richelieu, no el famoso, sino por otro de igual apellido, emigrado francés al servicio de los emperadores rusos.Odessa no es Leningrado, sin embargo, sino por el contrario, una ciudad típicamente mediterránea con grandes bulevares a la sombra de cuyas acacias gusta la gente de pasear o charlar como en cualquier otro puerto meridional de Europa. Odessa es, en fin, para muchos, una Marsella por donde la URSS se asoma a orillas del mar Negro. Odessa es también famosa por esa escalinata donde nunca murió nadie, donde nunca se masacró a nadie, salvo en la imaginación del maestro del cine S. M. Eisenstein.
El acorazado Potemkin
Guión, realización y montaje,S.M. Einstein. Argumento, Nina Agadzhanova-Shutzo y Einstein. Fotografía, Eduard Tisse. Música, Kikolai Kriukov. Intérpretes: Alexandr Antonov, Mijail Gomorov, Vladimir Barski, Grigori Alexandrov. URSS. Drama. 1925. Local de estreno, Bellas Artes
Eisenstein y su equipo llegaron a la ciudad y se instalaron en ese hotel de Londres que jamás faltaba a principios de siglo en ninguna villa importante, un hotel que en caso de haber puerto cercano, nunca dejaba de asomarse a él desde sus miradores y balcones y en cuyos salones, a la tarde, se daba cita la pequeña burguesía de provincias. Cada mañana debía tener ante sí el realizador aquella realidad del puerto, las faenas de carga y descarga, el lento trajinar de botes y falúas, la llegada de navíos de guerra y convoyes civiles, vecina y complemento de otro mundo diverso y distante, de pequeños empleados de provincia, llevado tantas veces a los libros y la escena por los grandes escritores contemporáneos, por el gran Chejov sobre todo, muerto veinte años antes.
Pues en Eisenstein, hombre de cultura poco común, admirador de Joyce y estudioso de la lengua japonesa, venía a fundirse lo mejor que en un momento histórico puede dar forma a la obra de un hombre, dotado excepcionalmente. Las circunstancias que condicionaban el cine entonces -tiempo, lugar y medios- es decir, en cierto modo el azar, le llevarán, sin embargo, en la ciudad a modificar su proyecto primitivo: la crónica de la Revolución en el año 1905, que incluía entre sus diversos episodios unas cuantas líneas dedicadas al motín del acorazado Potemkin.
El caso es que en el ambiente de la ciudad y su puerto, decidió convertir a éstos en protagonistas de una historia partida en dos por una secuencia de masacre. Fue preciso trucar acorazados, una flota completa sacada en realidad de los archivos, mezclar la verdad con la ficción, el pueblo real con actores conocidos e incluso transformar el viejo chófer del hotel en médico militar y al jardinero en pope.
A partir de un guión trazado con rigor matemático, fue improvisando secuencia tras secuencia y, a la vez, reconstruyendo en sus detalles el hecho histórico al que luego añadiría detalles más allá de la realidad, complementarios.
Así, la lona lanzada sobre los marineros rebeldes, ante el pelotón de ejecución, así, en fin, a escalera famosa donde la represión tiene lugar en la película.
Con escasa imaginación se ha llegado a afirmar que la idea de presentar la matanza sobre los hoy famosos escalones nació a partir de la imagen de un puñado de cerezas rodando pendiente abajo por esas mismas gradas, apero el mismo realizador se encargaría de explicar más tarde cómo él mismo, ante aquel monumento a la vez útil y espectacular, vio en su imaginación la caída de los cuerpos muertos, el último ademán ante la muerte, la huida atropellada de las víctimas. Todo ello y la ilustración de un viejo semanario francés fue suficiente para trasladar en el filme a esa escalera la represión llevada a cabo de noche y durante varios días en los suburbios de la ciudad, con un saldo de más de 2.000 víctimas, entre ellas, la cuarta parte de la población judía.
La secuencia de la escalera de Odessa, a la que debe el filme su éxito perdurable y su fama justificada, no fue tampoco totalmente improvisa, sino realizada a partir de un guión que, aunque sólo ocupaba unas tres páginas, aún puede verse anotado por el realizador con precisión. Su técnica y estilo, su modo de mostrar la realidad, alternando planos muy cortos con vistas casi generales han llenado y llenarán aún muchas páginas de los manuales de cine. Su forma de presentar personajes o acontecimientos, mostrándonos la parte o rostro más representativa de ellos, la utilización del montaje, según la moda, al uso o el interés por elevar a protagonista no al hombre como ser individual, sino a las masas en un arte a ellas dedicado, explican ese aire documental, auténtico del motín del acorazado Potemkin y, en especial, de su secuencia más importante. También explica su carrera triunfal por todo el mundo, a pesar de prohibiciones y censuras y el hecho de que desde cualquier prisma artístico o político se le reconociera como una obra, a la vez peligrosa y maestra.
«Acabo de ver un filme cuya voluntad estética se afirma con una fuerza que va más allá de lo realizado hasta hoy por franceses, americanos y alemanes. Es el Potemkin. Es magnífico. Toda la primera parte es como si se hallara bajo un terrible fatalismo.»
Quien así resumía su impresión ante la obra de Eisenstein no era ningún estudioso del cine, ningún viejo militante de partido, sino Douglas Fairbanks, que junto a Mary Pickford, tuvo el privilegio de conocerlo a su paso por Moscú un año después de su estreno. Su entusiasmo lo llevó a América, continuando así su ascensión irresistible gracias, en parte, a esa escalinata que desde el mar a la ciudad de Odessa, supone un momento culminante del cine como medio de expresión popular y, a la vez, como cima de la más nueva de las artes.
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