Contra la metralleta cultural
Pol Bury, a cuyo pensamiento se ciñen estas notas, cumplió en abril pasado los 55 años. Los 55 es una edad en la que aún no nos encierran en ese reducto agobiante de la vejez, pero tampoco permite -a cualquiera de mediana inteligencia- los juegos y equívocos de la mocedad. Los 55, cuando las edades anteriores han sido vividas en la extensión que permite la palabra, son años en los que la reflexión, cuando la hay, se hace forzosamente o enciclopédica -tanto en forma positiva como negativa- o sarcástica.Parecida frase sería posible a los 42, aunque en ellos se conserven aún rastros de una desangelada esperanza, edad a la que Pol Bury publicó «El tiempo dilatado», un libro en el que resumía sus ideas estéticas:
Más ajustadamente, sin embargo, se adapta la frase a esos cincuenta años en los que se publica, en Gallimard, «El arte en bicicleta y la revolución a caballo», colección de textos que reúnen un pensamiento sobremanera irónico y que atiende a una gran variedad de temas, aunque fundamentalmente a uno que, hoy por hoy y en este país, recoge sus mejores frutos: del papel social del artista, de las circunstancias y condiciones del compromiso político, de las obligaciones del artista para con la revolución, cuando ésta exista, de los pactos del artista con la burguesía en el poder, etcétera.
La mejor declaración de intenciones sobre los textos de «El arte en bicicleta y la revolución a caballo» nos la da el propio Bury en una nota prologal, a la que curiosamente antecede una cita de Winston Churchill en la que el estadista, británico exalta el divertimento que supone la pintura y la necesidad de gozar exprimiendo un tubo de óleo antes de morir, para inmediatamente después comparar el hecho de pintar un cuadro con el planteo estratégico de una batalla. Dice Bury:
«Estos textos han sido escritos según el humor, según el tiempo. A veces, se toman las cosas en serio, a veces, no tanto.
En el pequeño mundo del arte están, de un lado, los artistas siempre temerosos de contradecir aquello que se ha dicho de ellos y de su trabajo; del otro, se destaca del pelotón un grupo de maestros en pensar por todos, que renuncian a la toga del juez por el ojo atento del soplón.
Con la metralleta cultural, disimulada apenas bajo el abrigo, fusilan a aquellos que viven en pecado de consumo: la pureza de los otros es su gran problema.»
A contrapelo de los dogmas
No parece sino que el acerado humor de Bury sea un intento de recorrer a contrapelo el elevado número de dogmas que los intelectuales y gente incluso de peor calaña intentan instituir cada vez que abren sus preciadas bocas. En este proyecto, que podríamos denominar de escepticismo generalizado, nada más lógico que el emprenderla contra aquellos que se declaran en el mismo frente de combate que el propio Bury y que, sin embargo, emplean los métodos -la metralleta cultural- propios del equipo tradicionalmente considerado como usufructario único de ellos.
Curiosamente, los textos de Bury guardan una relación profunda con algunas de las cuestiones mantenidas por esa minoría social que constituyen los artistas, los críticos de arte y los historiadores de los mismos, en el último curso de arte de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, de Santander, y de las que ya dio cuenta en estas páginas Juan Manuel Bonet.
¿Cabe a alguien duda alguna de que, hoy por hoy, con mayor facilidad que en años anteriores, se pretende en España, y con machacona insistencia, un repensarse el estatuto del artista en el seno de la sociedad burguesa y su papel en la sociedad futura? En ese repensar tema tan manido, tema que ha tenido tanta pujanza entre las fuerzas democráticas culturales de este país, que ya es casi imposible de hallar un alma inocente «que no haya escrito un soneto o haya pronunciado un epíteto» en defensa de argumentaciones semejantes a aquellas que los partidarios del arte revolucionario pretenden.
Planteamientos infantiles
Lo que llama poderosamente la atención es que en un libro publicado hace cinco años, lo que permite suponer que sus textos tienen aún mayor edad, nos encontremos ya con citas de partidarios de un arte revolucionario idénticas exactamente a aquellas que en julio pasado oíamos en el palacio de la Magdalena. El caballo de la revolución parece haber frenado su ágil cabalgada entretenido en no sabemos qué jugosos pastos.
La crítica de Bury a esos planteamientos infantiles sigue, también, siendo válida, aun cuando encontraríamos incluso mejores argumentos que los meramente sarcásticos.
En palabras de Bury: Solamente los artistas que desconocen las condiciones de vida en las fábricas pueden confundir un tipo de actividad con otra, deseando asimilarlas.
La derecha tiene vocación cierta de ir hacia el pasado, todo tiempo ido fue mejor. La izquierda, sin embargo, plantea sus soluciones en una sociedad perfecta, pero siempre futura. Unos y otros tienen algo en común, parecen no soportar el tiempo presente. Un odio contenido, por diferentes razones, les hace retroceder y adelantarse, unos y otros nos dejan huérfanos en la única vida que nosotros vamos a vivir, ésta.
Hay algo más y que no menciona Bury, la guerrilla cultural y la derecha tienen algo más en común; las fuerzas en el poder disponen la represión en el momento presente como medio de asegurarse el máximo lapso de existencia antes de ese presente y ese futuro al que por nada del mundo quieren llegar. La guerrilla cultural -ocasión hemos tenido de oírlo- prepara furibundamente la represión que le será necesaria para obtener ese mejor de los mundos posibles al que voluntaria o involuntaria mente nos destina. En una o en otra situación, sólo un punto permanece inamovible, la necesidad de utilizar esa metralleta cultural tantas veces nombrada.
En frase de Bury: «Aquellos que hablan de las tendencias degeneradas contenidas en el seno de la vanguardia, nos harían un gran favor si las numeraran y las definieran, ahorraría tiempo en la preparación de los futuros autos de fe.»
La metralleta cultural, pues, carece de dueño fijo, es fácil de adquirir, fabricada incluso por uno mismo, tan sólo necesita el apoyo de alguna más para asegurarse un puesto en el combate.
No terminemos sin un rasgo de humor, tan caro al libro de Bury. Una de las ilustraciones del libro presenta a Courbet pintando, con su naturalismo exacerbado, la Columna Vendome, a la que con sus propias manos ayudará a derribar durante la Comuna, el pie del dibujo dice literalmente: «A su salida de la prisión, Courbet obtiene un encargo del Gobierno.»
Babelia
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