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Con un poco de ira / 1

Darío Valcárcel me invita a escribir en EL PAIS y me propone como tema trazar un bosquejo de la situación general, no sólo política, del Pueblo Vasco. No estoy capacitado para llevar adelante esta empresa. Sí para dar al presunto lector algunas impresiones personales, que tendrán el defecto que observo en muchos artículos periodísticos. No serán objetivas e informativas en esencia. Reflejarán situaciones de ánimo y experiencias del que escribe. Perdón si en lo que sigue hay, también, «un poco de ira». Sin embargo, no discurriré como cualquier lego. Más de la mitad de lo que ha salido de mi pluma se refiere a temas vascos. Esta vocación fuerte me ha perjudicado hasta cierto punto: porque, en efecto, para algunos vascos «todavía» soy un madrileño que se mete en sus asuntos, mientras que para los madrileños, por muy bautizado qué esté en San Antonio de la Florida (en el verdadero con los frescos de Goya), soy un hombre de fuera de su cotarro. A alguien tengo que parecerme en esto.Pero sean las que sean mis posiciones ante los demás, diré ahora que, como vecino de Vera de Bidasoa, tierra fronteriza y nada cómoda desde hace mucho, a la hora de votar, no dudé en votar a los nacionalistas vascos. Si me lo hubieran predicho en 1931 no lo hubiera creído. Tampoco que iba a perder la virginidad como votante a los sesenta y dos años y medio. Son las experiencias de cuarenta años las que me han hecho no dudar. En Navarra los resultados no han sido del todo satisfactorios para los que han votado, como yo: pero tampoco era de prever que, en conjunto, hubiera tanto votante adverso a los ideales de 1936. En el mismo pueblo mío el número de votos dado a la oposición es increíble, pensando en un pasado cercano. Así, pues, mucho ha cambiado el ánimo de la gente de por allí. Lo que acaso no ha cambiado tanto han sido ciertos esquemas políticos, aunque durante el período electoral hayamos sido espectadores de una especie de vetustos rigodones o lanceros, durante los cuales los bailarines de la derecha han avanzado hacia la izquierda, los de la izquierda han marcado sus correspondientes pasos a la derecha, ha habido reverencias mutuas, sonrisas. Al final todo ha terminado mucho más plácidamente que el minué de «Don Juan», de Mozart. La música no es tan buena, pero la melifluidad continúa. ¡Por muchos años!

Pero en los pueblos las cosas no van tan acompasadas. Los pueblos sufren, tascan frenos y quieren explicaciones y, sobre todo, rectificaciones rápidas. El mío, como cualquier otro. En la tarea aclaratoria, la menos importante, también tendremos que explicar a los demás por qué hemos actuado como lo hemos hecho en el momento de votar.Imagino ahora que, unido a varios amigos y constituyéndome en juez de mi propia persona, me pregunto: ¿Cómo es que usted, don J. C. B., conocido entre los pocos que saben que existe como agnóstico, madrileño de nacimiento, liberal, aunque poco dado a la política, con varios apellidos italianos uno detrás de otro, ha votado al Partido Nacionalista Vasco o PNV, fundado hace unos ochenta años por don Sabino Arana Goiri, hombre de ideas teocráticas, por el que sus antepasados, vascos y liberales a la par, tenían muy poca simpatía? ¿No es esto una incongruencia, una falta de consecuencia?

La respuesta, rotunda, tajante, sería: No, señor. En cambio, la explicación de por qué no me creo inconsecuente tendría que ser larga, matizada. Dejando personalismos aparte, habría que desarrollarla destacando los hechos fundamentales que -a mi juicio- hacen que hoy el problema vasco sea terriblemente difícil de resolver. Hay tres hechos que se engarabitan. Ya diré luego cuáles son los dos últimos. Pero el que se presenta a simple vista es un hecho brutal, «carnal», y sangrante, que sólo puede describir se habiéndolo vivido, sentido y padecido. Un hecho agravado de diez años a esta parte. No. No hay que remontarse más en la historia.

Voy a hablar ahora de algo que a muchos no les gusta oír. De feas y turbias pasiones. Durante la pasada época electoral (y aún antes) se ha tratado mucho en escritos y discursos de propaganda, de ideas; poco de pasiones. España ha aparecido como un pueblo de ideólogos más o menos ricos e pobres y ha querido borrar, a menos por un tiempo, su condición de tierra apasionada y violenta. Es laudable esta voluntad pero hay que considerarla como eso, como voluntad o noble deseo. No todavía como hecho real. Porque en España existen -como primer ejemplo- unos odios étnicos de los que no se quiere hablar por pudibundez por táctica o por principios. Dejemos a los timoratos con sus escrúpulos de casta solterona Cuando se afirma que bajo el problema vasco subyace un problema de clases, se hace una maniobra más o menos hábil. Cuando se habla de la «Unidad» de España con voz altisonante, los que hablan se olvidan de que los españoles, populares o no, en plan de decir enormidades sobre sus vecinos han sido y son terribles. Han circulado aquí una serie de juicios o prejuicios acerca de los distintos componente: étnicos de la Península que -digan lo que digan algunos optimistas- tienen fuerza y son de una brutalidad asustante. ¿Qué no se habrá dicho en noble habla castellana de los vascos, los catalanes, los gallegos, los valencianos, los andaluces, etcétera? Desde el siglo XVI no quedó títere con cabeza. Dejemos los tópicos antiguos. No analicemos tampoco sucesos como el que ocurrió en Burgos hace unos días. Oigamos ahora a un empleadillo en un pueblo andaluz, en este verano de 1977, año de abrazos más o menos parecidos al de Vergara: yo a los vascos les daría la independencia: pero, eso sí, antes arrasaría el país. El general progresista Linage, amigo de Espartero, redactó hace ciento treinta y tantos años un proyecto para acabar la primera guerra civil en el País Vasco que no era muy distinto. Lo tengo en mi casa. Lo comunes que son estos «pensamientos» hoy, pese a silencios y ocultaciones, lo sabemos todos los que tenemos algo que ver con tierra vascongada. Dentro de ella, además, han sido expresados «arriba» o por quienes más disciplina y silencio debían guardaren el cumplimiento de su deber. Hay, pues, una cuestión candente, bestial si se quiere, de orden público y de convivencia que no se quiere afrontar. ¿Quién tiene la culpa? Esto ahora es lo de menos. Pero, en verdad, no serán algunos célebres profesores de historia medieval, ni ciertos famosos ensayistas con etiqueta de liberales, ni varios eruditos asalariados para defender hoy las doctrinas del «despostismo ilustrado», ni los representantes del despotismo sin ilustrar más moderno (poncios y ministros de 1940 a 1950), ni los que dan clases en determinadas academias, ni los que escriben en ciertos periódicos de derechas o simplemente centralistas, los que podrán acusar a los vascos de soberbia, cerrilidad y barbarie.

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