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El infierno de la espontaneidad

Desde hace tres años estoy escribiendo un libro que se escribe solo. Quien alguna vez haya escrito un libro de esos que se escriben solos sabe a qué especie de maldición me refiero. Si no fuese por la fascinación que ejerce el proyecto de escribir un libro que se escribe solo, sería para renunciar a tal incitación y limitarse a escribir los libros que escribe uno mismo.El libro que se escribe solo es concebido por la mente fresco, total y luminoso. Está ahí, por así decirlo, y tanto está que únicamente es necesario redactarlo. A ratos perdidos, mientras el ser amado acaba de maquillarse, en el autobús o en el baño, como al dictado, mientras llega la democracia. No hace falta esbozar su desarrollo, ni tomar notas, ni plantearse dudas estilísticas. Contra esta clase de libros ni la amnesia, ni la precipitación, nada pueden.

Quizá la aceptación a escribir un libro que se escribe solo está regida por alguno de esos anhelos subterráneos del tipo volar con alas, hacerse invisible o coser y cantar. El hombre (y, en alguna medida, el escritor lo es) sueña, en las menos contaminadas cuevas del subconsciente, con rehuir los esfuerzos, que, incluida la dicha, cualquier actividad exige. El ser inteligente desconfía siempre de los resultados del trabajo. Parece, por tanto, decente y justificado ese impulso a que el mundo se nos dé hecho sin nuestro sudoroso concurso.

Pero, conforme pasa el tiempo, comienza a ser injustificable que el libro, que prácticamente estaba escrito, prácticamente aún no esté escrito. Injustificable e inexplicable. Porque, ¿quién, o qué, retrasa la ejecución de la obra sobradamente consumada? El asombro -un asombro de señorito, desde luego- introduce un elemento de duda sobre las capacidades del libro para escribirse a sí mismo. Da vergüenza ajena -la vergüenza que debería sentir el libro- que los diez primeros folios del libro, que desde hace meses reposan en una carpeta, continúen siendo diez folios, quizá ocho si se leen despacio.

Y sucede lo que tenía que suceder. Uno decide empujar al libro, echarle una mano, cuestión de colaborar con él como si fuésemos los Alvarez Quintero el libro y uno. Aparte de que es difícil renunciar a lo que nada cuesta, uno, puesto que en rígor se trataba de un libro ajeno ha ido por ahí contando a todo el que ha querido oírle el argumento del libro que iba a escribirse solo De alguna manera existe ya un compromiso. Resumiendo, que uno se pone a la máquina y ayuda al libro a llegar a la página treinta,

Eso sí, la jugosidad, luminosidad y totalidad del libro permanecen como el día en que el libro surgió. Basta con cerrar los ojos y en unas horas -o en unos minutos- se lo puede uno leer de la primera a la última línea. Ni que decir tiene que el libro es magnífico, que posee esa energía y esa belleza que uno, con sus propias luces, jamás habría sido capaz de darle. Pero sigue pasando el tiempo y el puñetero autor del libro -el libro- sigue racaneando. Cuando uno le ha ayudado a llegar al folio cien, es como para pensar que uno, a lo tonto, le está escribiendo el libro al libro.

Pero no es eso lo peor, porque, al fin y al cabo, se trata de un asunto personalísimo entre el libro y uno, un asunto íntimo que al futuro lector ni concierne, ni interesa. Lo angustioso es que el libro, que va saliendo a costa de horas de tajo, va saliendo muy distinto al libro que el libro, él solito, iba a escribir. Menos luminoso, menos vivaz, menos total, sospechosamente parecido a los libros que uno siempre ha escrito a golpe de tecla.

Hasta las páginas finales pervive la esperanza de que el libro, al menos, se termine solo. Un tipo de esperanza enferma de escepticismo y corroída por la nostalgia de los instintos, esos antiguos nosotros a los que apenas nos parecemos Encima, cuando uno le ha terminado el libro al libro, cuando uno tiene conciencia de haber hecho la faena en solitario, comienza a temerse que gran parte del libro no sea de uno, sino del libro. No existe situación más infernal, ni que cause más fatiga, que ser presa de la espontaneidad.

Normalmente, espoleado por el fracaso, se le ocurre entonces a uno escribir, acerca de las dificultades de la facilidad, uno de esos artículos que se escriben solos. No como éste.

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