Vejez y permanencia del realismo
Cuando se acaba la lectura de una novela importante de la época del realismo, se siente la tentación de meditar sobre los problemas y la esencia de la novela. Obliga a ello una dualidad de sentimientos producidos por la lectura: algo hay en ella que corresponde a tiempos ya pasados, que no encajan en lo aceptable para un lector medio actual. Pero no todo el edificio se derrumba. Quedan en pie las líneas maestras, y el trazado interno que ocultaba la ornamentación externa más vulnerable a la acción de estilos y modas.Así ocurre con la resurrección de una novela y un escritor que justamente puede colocarse en el capítulo de los olvidados: Jacinto Octavio Picón y Dulce y sabrosa, considerada la mejor novela de quien gozó alta fama de fino escritos y destacado narrador.
Jacinto Octavio Picón
Dulce y sabrosa Ediciones Cátedra. Madrid.
Su fe es realista. Su propósito como novelista es trasladar la realidad a su narración. Su adscripción a esa doctrina literaria le acerca a un naturalismo del que, sin embargo, le separa un cierto refinamiento. No hay, en esta novela suya, la predilección por lo sórdido o lo nauseabundo -aunque sí algún toque de este género, como el pelo en la tostada del cafetucho.
Unicamente en las escenas en que predomina el amor físico, su realismo parece emplear modos de narrar que nos orientarían hacia Felipe Trigo y lo que se puede considerar escuela suya. Picón está próxirno a. otro escritor coetáneo: José Ortega Munilla.
Lo que puede constituir la aportación personal de Picón a su versión realista del mundo sea esta preocupación artística que, por irónica consecuencia, resulta hoy lo que nos aleja de su novela y puede hacer cansadas algunas de sus páginas. Es el intento de poetizar la frase que le lleva a lo castelarino, el frecuente recurso a los ejemplos, a las citas antológicas, las alusiones a textos bíblicos o al mundo egipcio u oriental.
Resulta curioso señalar cómo estas evasiones que lastran la novela pueden considerarse semillas no caídas en suelo fecundo de la sensibilidad modernista. Con esta intención podría señalarse algún temprano brote de ella como los desordenados cabellos de la mujer en la almohada, estampa al modo tan grato a los ilustradores de años después, o las imágenes del delirio del vencido don Juan.
Un dato definitorio más: por encima de los actos de los personajes, resonando tonante o moralista entre los diálogos de aquellos madrileños y madrileñas de un Madrid semigaldosiano, oímos constante la voz del novelista, la omnisciente explicación a juicio que parece acompañada de un índice extendido, conminatorio, cuando no un gesto paternal o conciliador.
Hasta aquí, lo que nos separa hoy de la novela. ¿No queda, en tonces, nada vivo en ella? Sí: la verdad de tipos y sucesos, la exposición de una cotidianeidad que no llega a caer en el costumbrismo.
Jacinto Octavio Picón ha elegido un sector de la vida española, el de una clase humilde que se halla lindando con el mundo del teatro y la burguesía, el pequeño comercio y el servicio doméstico, con la entrada de la corrupción y la ruptura de los frenos en la estructura moral de la sociedad.
Porque lo verdaderamente importante en Picón son las ideas a que sirven de vehículo sus novelas y que permanecen vigentes en toda su condición de problemas; tras el donjuanismo, la explotación del viejo libertino, la protección de la muchacha por un viejo como medio de «salir de pobre» e incluso la prostitución. Tipos de relación en que se entretejen hombres y mujeres en la novela y que, de mil maneras, deterioran la institución del matrimonio. Idea disolvente, envuelta, en los atractivos que podía ofrecer en su época la novala, lo que no le impidió ser fuertemente atacada por un sector dela crítica.
No dejemos de elogiar la introducción de Gonzalo Sobejano, con que se presenta la obra, excelente modelo de tal tipo de trabajos por la situación del relato en.su momento literario y el análisis de,la novela, en la que medio, tipos y situaciones se ensamblan en torno a una mujer que sirve a Picón para exponer sus ideas, aunque parezca reducir la motivación del vencido galán al deseo de gustar la fruta de ese «cercado ajerio» de que hablaba en su poema Garcilaso.
Babelia
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