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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Réquiem por un poder político de la Iglesia española

Hay diversas formas, algunas muy sutiles, de mantener cautiva la fe cristiana en la mazmorra de una ideología política o de un grupo social. Huelga decir que la fe no está hecha para vivir en espacios oscuros ni amurallados. Puede y debe ser cimiento de la planta del edificio, pero su función específica es la de hacer de ventanal o balconada desde donde el creyente pueda otear horizontes cada vez más amplios en la realidad cambiante de la Historia. Privar a la fe de esta fuerza penetrante equivale a asfixiarla o reducirla a un puro despojo histórico.El deseo del Episcopado español de permanecer al margen de la lucha electoral no es una nueva forma de intervención secular, como acaba de insinuar en estas páginas el profesor Aranguren. Intenta, por el contrario, devolver a la fe su capacidad de penetración en las realidades temporales.

Tendría gracia por otra parte que los católicos españoles asociaran el avance de la izquierda política española, tal como parece revelarse en las últimas elecciones, con una derrota de la Iglesia o, lo que sería igualmente grave, con una deserción de sus propios frentes. Las opciones políticas de un elector cristiano, aunque comprometen radicalmente su fe, no hacen a ésta exclusivamente responsable. Sencillamente porque desde la fe no se puede cometer el simplismo de dividir el ruedo político en los dos clásicos bloques de sol y sombra. ¡No! La Iglesia española ni está montando una nueva operación de oportunismo ni puede sentirse derrotada en una batalla que ella no ha planteado. Intentemos explicarlo.

Hubo un tiempo en España, por ejemplo durante la segunda República, en que parecía necesario dar el voto a un partido político, bendecido por la jerarquía eclesiástica, para ser tenido por buen católico. Después de la guerra civil, sin elecciones y con catolicismo oficial, se puso el acento en el número de asistentes a los actos de culto y aun a las manifestaciones religioso-patrióticas. Tales criterios de identidad católica, periféricos al hecho mismo del compromiso de la fe, fueron decayendo por arte mismo de su ineficacia y, sobre todo, por el despertar de una fe más personal y libre para la penetración capilar en la vida del hombre moderno. Lo cual no quiere decir que al desbloquear el voto personal y católico con respecto a ciertos comportamientos objetivos, considerados como políticos, sea lícito volver a la inveterada deformación anterior de considerar la fe y la política como dos realidades distintas que nada o poco tienen que ver entre sí. Desde cierta derecha liberal y desde el consorcio forzado de la izquierda se tiende a caer en nuevas formas de privatización de la fe. Por otra parte, cuando se pretende amarrar a la fe una opción política de grupo. es la misma fe la que se convierte en prisionera de otras muchas circunstancias y concepciones terrenas. La fe tiene que ser luz penetrante y, por tanto, ni encadena ni puede ser encadenada: su influencia en la opción política es liberadora, ayudando al elector a ser verdaderamente libre y más responsable. Todo esto quiere decir que el cristiano, en cuanto ciudadano, no es un mandado, sometido a la disciplina del voto o de comportamientos políticos objetivos. Disparan al aire los que, desde una perspectiva decimonónica, siguen empeñándose en identificar democracia con liberalismo y cristianismo con antiliberalismo. Que conste este dato para explicar la inconsistencia tozuda de la mayor parte de las objeciones que se hacen a esta doctrina de la Iglesia desde posiciones integristas, por parte de católicos que parecen no haber leído ni siquiera los radiomensajes de Pío XII, por ejemplo el de 1944, cuando definió los valores cristianos de la democracia.

Reconocer la libertad de la opción política y personal del cristiano, no equivale a. desconectarla de la fe, sino a responsabilizar la conciencia cristiana. Pero esta liberación política de cada uno de los cristianos parece, según muchos, crear problemas a la libertad institucional de la Iglesia. Como si se pusiera en entredicho la misma agilidad de movimientos de la comunidad cristiana al querer actuar como cuerpo o grupo social dentro de una sociedad democrática: porque al perder cohesión y no embridar más que dentro de unos espacios muy amplios, las opciones políticas concretas de los cristianos pierde eficacia la acción común y, consecuentemente, poder político. No faltan ahora quienes piensan que la Iglesia ha salido del trance de las elecciones al costo de perder prácticamente su arboladura más visible y operante en la sociedad. Podría incluso cundir el desánimo en sectores de católicos «militantes» por encontrarse ahora dentro de una Iglesia sin tareas sociales y sin misiones concretas respecto a la sociedad política.

. Esta desorientación que pueden padecer ahora los que estaban más familiarizados con determinadas intervenciones de la jerarquía eclesiástica en las áreas del poder político o con instituciones confesionales, amparadas más o menos por la Iglesia (centros docentes, medios de comunicación, grupos políticos, agrupaciones político-apostólicas, etcétera), merece especial consideración y exige a todos los responsables de la comunidad cristiana planteamientos más diáfanos en aquellas cuestiones o espacios en los que indudablemente tendrá que darse una colaboración de la Iglesia con la sociedad política. Habrá que trazar caminos claros y señalar tareas concretas, si no queremos dejarnos llevar de nuevo por la inercia a enfriamientos inútiles, a las antiguas posiciones del poder no evangélico. Las mismas reglas del juego democrático, inteligentemente interpretadas, podrían servir a la Iglesia oficial o a determinados grupos de políticos influyentes para mantener, en nombre de la comunidad cristiana áreas de poder político, social lo económico. Tal poder, la seguridad o la eficacia terrena de sus medios. San Pablo advierte a los gálatas de un peligro que nosotros quisiéramos ver conjurado de la Iglesia española: « Pues vosotros, hermanos, fuisteis ¡lamados para la libertad; sólo que no toméis la libertad como pretexto para el egoísmo, sino sed esclavos unos de otros por la caridad» (Gal. 5, 13). Porque también la libertad puede ser manipulada como las demás vivencias cristianas. Nada tiene, pues, de extraño que mantengamos reservas sobre algunas formas de argumentar en favor de la libertad de la Iglesia que se sitúan ambiguamente entre la libertad evangélica de servicio y la terrena libertad de la independencia o el poder.

En la sociedad civil los grupos necesitaripoder para autoafirmarse y para actuar en competencia de intereses frente a los otros grupos. El poder es una resultante del número y de la cohesión interna de los militantes y de los medios de que disponen éstos para influir y dominar. En buena lógica política se admite, sin más, que el partido servirá mejor a la sociedad cuanto sea más fuerte para poder realizar sus programas o modelos de sociedad. Pero la libertad paulina, también de la institución, es de servicio y entrega por el amor: «Sed esclavos unos de otros por la caridad.» Y se puede decir en verdad que nadie es más libre que el que puede disponer enteramente de sí mismo para servir a los otros. Esto significa que la Iglesia española, y con ella todas las instituciones que actúan públicamente en nombre de ella, no tienen que preguntarse tanto sobre cómo ser más independientes o incluso más libres a fin de poder servir mejor, sino de modo inverso, cómo servir mejor y más desinteresadamente para ser auténticamente libres y dar testimonio de la verdadera libertad. Un servicio sin poder terreno coincidiría, idealmente con la máxima libertad evangélica. Y este es en definitiva el problema de una comunidad religiosa que tiene que vivir en una sociedad democrática: cómo abrirse espacio libre en esa sociedad dominada por el poder, renunciando constantemente a la tentación de tener ella misma poder.

Pablo VI decía al Rey de España, no hace muchas semanas, en el Vaticano: «La Iglesia no busca privilegios sino espacio suficiente de libertad en el que poder desarrollar su misión evangelizadora y ofrecer a la sociedad el servicio de su colaboración para el bien común de los españoles.» Los litigios de frontera, respecto a ese espacio, se van a plantear, se están ya planteando, no tanto en el margen de las expresiones del ser sacramental de la comunidad cristiana, cuanto en esa zona más amplia donde se debate la necesaria expansión eclesial: concretamente en el área de acción de las instituciones que sirven de canales a la cultura, como la escuela, el matrimonio o los medios de comunicación social. Sería ingenuo ignorar que estas «obras» de la Iglesia, por su mismo enraizamiento en la estructura de nuestra sociedad neocapitalista, detentan podery no van a renunciar fácilmente a él si van a sentirse desafiadas por otras instituciones paralelas que creen únicamente en la eficacia del poder. Del hecho que pueda darse una cultura atea no se puede deducir como parecen intentar algunos, que la fe cristiana pueda renunciar a crear su propia cultura. ¿Pero no es la cultura algo que nace y se alimenta precisamente en el humus de la libertad? ¿Y se va a poder negar a la Iglesia o a los católicos libremente asociados,participar como tales católicos en la tarea de la cultura?

La Iglesia es la primera que no puede conformarse con una confesionalidad aparente de la cultura generalizada desde el ordenamiento civil. Precisamente porque creer es algo mucho más profundo, no puede dar prioridad a las posiciones objetivas de los «creyentes», corriendo el riesgo de que éstas ocupen el lugar o encubran las verdaderas actitudes subjetivas, vacías de fe o fáciles de armonizar con otros, intereses no evangélicos. Las mismas «obras» de la Iglesia podrían, por este camino, perder su verdadera razón de ser y carecer de sentido. De ahí que no seamos partidarios de invocar un. hecho objetivo como el bautismo de la inmensa mayoría- de los españoles para justificar legalmente fórmulas sutiles de confesionalidad en la escuela o en los medios de comunicación social del Estado. Una cosa es que la Iglesia organice y asuma una catequesis, enteramente libre, en el ámbito escolar, también en el de la escuela pública, según el deseo de los alumnos o de los padres dentro de un espacio que ha de garantizar el Estado, y otra muy distinta que la Iglesia exija o delegue al Estado una función que es pura y si mplemente apostólica. Pienso que el Estado debelimitarse a hacer posible, por lo que a él toca, que los padres puedan exigir a la Iglesia que ella complete la tarea educadora en el tiempo escolar, lo mismo que otros creyentes respecto a strpropia confesión religiosa.

La izquierda política está ya desafiando a la Iglesia ante esta prueba de su capacidad de presentia democrática. Pero esa misma izquierda, desbordada quizá por su propia ideología, tiene también el peligro de manipular la libertad y aun la misma cultura para sus fines políticos. Convendría que recordara sus antiguos errores y no planteara nuevos frentes nacionales que podrían retrasar el proceso de maduración del pensamiento católico, más inclinado ya al diálogo objetivo que a la defensa de intereses institucionales. Se pone en juego incluso el proceso de consolidación de la democra cia y se pretende de cualquier forma negar derechos de la conciencia cristiana y ciudadana. CuaIquier intento de dirigismo o socialización de las ideas, bajo pretexto de neutralidades imposibles, será de hecho una manipulación de la subcultura o de la ideología de grupo y una grave infracción de las reglas del juego democrático. En las exequias de un cierto poder político de la Iglesia no va a enterrarse la fe, ni la mediación necesaria de la cultura cristiana renovada y auténtica.

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