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"Una dama incierta y misteriosa que tiene por nombre Modernidad"

Enrique Díez-Canedo fue de los primeros en dar noticia, a comienzos de 1918, de la llegada a nuestro país de «una dama incierta y misteriosa que tiene por nombre modernidad». Con su habitual intuición para lo nuevo, con su estilo tan cuidado y a lo NRF, nadie mejor que él para detectar la seducción que aquella dama ejercía sobre los escritores más jóvenes, para contemplar tales devaneos con irónica indulgencia y para reconocer -allí donde los hubiera- los aciertos. Ya podían haber seguido su ejemplo nuestros historiadores de la literatura. Cuando se trata del ultraísmo, de nuestros primitivos de la vanguardia, los más despachan el tema de manera displicente: «No dejó apenas nada detrás del ruido», «tenía escasa consistencia ideológica y estética». Sin duda, cuesta cierto trabajo seguirle el curso retórico a un Guillermo de Torre: «He contemplado ávidamente, en un eufórico espasmo visual, un hermoso panorama porvenirista», etcétera. Pero esta retórica que Cansinos Assens ridiculiza en El movimiento VP y que también encontramos en Marinetti o en el peor Maiakovski, no es toda la tendencia. No hay que «correr tupidos velos», sino saber leer al mismo tiempo, en un mismo contorno, el nacimiento de una escritura, otra: Larrea, Borges, Lasso de la Vega, Foix. Y ello sólo es posible trabajando a partir de tal contorno, descorriendo interesados velos, desempolvando las principales revistas. Id a decirle a un italiano culto que no merece la «pena» reeditar y releer Lacerba, o a un inglés que mejor olvidar Vortex y Blast, o a un portugués que Orpheu o Portugal futurista no fueron más que pecados de juventud de Pessoa.

La poesía cubista

En Cataluña, el noucentisme había supuesto toda una escuela de depuración formal. Carner, Riba, Xènius mismo, representan una relativa modernidad. Como una tradición de lo nuevo, un espíritu constructivo que en las experiencias más radicales seguirá actuando. Sólo así puede explicarse el derrèglement raisonné de Foix, su rigor y su misterio, sus aguas claras y su violencia en orden. Mucho más brusco será, en cambio, el proceso en otros lugares del país. Por mucho que existan puentes (Juan Ramón, Gómez de la Serna, Moreno Villa, el mismo Díez-Canedo como crítico), es mayor el peso muerto de tendencias ya superadas en Barcelona, y especialmente del modernismo a lo Rubén.Lo decisivo serán las revistas extranjeras recibidas, las traducciones, los viajes. Lacerba, SIC, Nord-Sud, y luego Litterature marcan la pauta. Los libros de Apollinaire y Marinetti son santa palabra. Incluso llega a existir una hoy olvidada «revista franco-catalana», L`Instant, animada por Joan Pérez Jorba, y en la que colaboran Apollinaire y el joven Miró. Ramón Gómez de la Serna traduce muy pronto los manifiestos de Marinetti. Todas las revistas publicarán la nueva literatura: Dermée, Jules Romains, Folgore, Pierre Albert-Birot, Reverdy, Picabia, Max Jacob, y también los futuros surrealistas: Aragón, Bretón, Soupault y Eluard.

De inmediato se hace patente el influjo. Salvat Papasseit, Junoy, Joaquim Folguera, Guillermo de Torre, Manoel Antonio, publican caligramas más o menos acertados. Del unanimismo y de las teorías de Huidobro (que por aquel entonces era algo así como el guía, junto con los Delaumay. de la nueva generación poética y artística madrileña) se toma sobre todo el gusto por las imágenes insólitas. Más que el audaz «encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y de un paraguas" (Lautréamont) se pretende «Ia creación del poema como un objeto nuevo» (Huidobro). A lo que hay que añadir reminiscencia: simbolistas, explicitadas muy claramente por el papel de oráculo que tiene entonces Rafael Cansinos-Assens. Puede decirse en síntesis que, mientras las revistas de Barcelona testimonian de un debatirse entre la modernidad y el noucentisme (Un enemic del poble publica a la vez a vanguardistas franceses o catalanes, y a López-Picó), las revistas de Madrid o Sevilla nos hablan de otras disyuntivas: modernidad frente (pero a veces junto) a modernismo.

Si el cubismo literario era ante todo construcción como el llamado cubismo sintético en pintura, no faltará en aquel momento el espíritu destructivo: Dadá. Sus provocaciones las retoma el ultraísmo (mientras en Barcelona apenas encuentra eco), pero sin su carga más radical. Quitando algunos poemas de Joaquín Edwards, président Dadá au Chili que desaparecería pronto de Dadá y de España, o algunos de Guillermo de Torre en el mencionado Hélices, nada parece justificar el título de président Dadá otorgado con pomposa ironía a buen número de ultraístas españoles. Porque, en definitiva, el ultraísmo era un cajón de sastre en el que cabían todo género de modernidades, pero que se hubiera roto en cuanto se hubiera ahondado la frontera entre los escritores vinculados al cubismo, y la nueva generación Dadá, que en seguida iba a dar lugar al surrealismo.

Los motivos de la modernidad

Y aquí es donde entraría el análisis de cómo escritores que no eran demasiado radicales pudieron aparecer ante el público español como gente peligrosa y alocada. De cómo, posteriormente, ese mismo público iría poco a poco aceptando, a nivel temático, aquello que en la poesía más experimental le había chocado. José María Salaverría ironizaba, desde sus posiciones reaccionarias, sobre los escritores que «se sienten neoyorquinos», a los que «les gusta hablar de antenas, aeroplanos, estaciones martirizadas por los trenes, trasatlánticos en viajes infinitos». Pero cuando lo hacia ya no se refería al pequeño núcleo ultraísta. Asistimos en nuestro país, incluso después del retour a l'ordre, a una proliferación de este género de motivos. Una revista que oscila entre el surrealismo y el 27, como es Hélix, que Juan Ramón Masoliver editaba en Villafranca del Penedés, nos sorprende por su título ya anacrónico. Muchas «hélices» giraron entonces. El incansable Guillermo de Torre encuentra una en Huancayo (Perú) y llega a señalar también en ese mismo país un Hangar, un rascacielos, un hurra y un poliedro. En tierras menos exóticas recordemos las continuas referencias de Le Corbusier a la máquina, o el reflector de Ciria y Escalante y de Torre, en 1920. Más allá de los trasnochados que nos resultan tales motivos, sobre todo en tanto que motivos de entusiasmo, sería necesario distinguir, como antes hemos señalado, entre los que tan sólo, adoptan el asunto, sin que su escritura se resienta (en La muerte de Vanderbilt, Edward cuenta el hundimiento del Titanic en un tono frívolo), y los que logran una perfecta correlación entre la máquina y, valga la redundancia, la máquina del texto. Por poner un ejemplo plástico de esto último, citemos las portadas mecánicas de Picabia para su 391.

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