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Un gran creador cinematográfico

Hace poco le vimos en el Festival de Cannes. Naturalmente ninguno suponíamos que por última vez. Siempre hablando, recibiendo visitas, comentando, apareciendo como la única estrella en un festival oscuro y vacío, donde los recién llegados nunca llegaban ni a rozarle siquiera. Viéndole hablar por televisión, escuchándole a horas insólitas, cuando todo el mundo parecía ajeno a las jornadas, se preguntaba uno a quién se dirigía, si no lo haría a su generación, a todos aquellos que un día inventarón con el neorrealismo el movimiento cinematográfico más importante de la posguerra.Quizá se hablaba para sí mismo, quizá incluso su aparición en Cannes fuera sólo un modo de mantenerse vivo tras arrastrar últimamente su vida y su talento a lo largo de filmes sin demasiado éxito y programas para la pantalla pequeña. Pues la verdad es que la hora de Roberto Rossellini, de Rossellini el grande, el clásico, el de Paisá o Roma, ciudad abierta había pasado. Quizá su declive se iniciara a raíz de su encuentro con la Bergman y en todos sus encuentros posteriores, que vinieron a añadir poco a sus títulos primeros, de todos conocidos. Su nueva idea de ilustrar al público a través de la televisión daba la sensación de ser algo así como una mentira piadosa, una modesta medicina que le mantuviera vivo en cierto modo, como estos festivales cinematográficos, donde su humanidad y su sabiduría rebasaban los límites de la profesión y la venal lotería de los premios.

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La primera vez que acudió a éste, recordaba ahora, trayendo un filme propio, la sala estaba desierta, pero el porvenir, en cambio, se hallaba por delante repleto de ilusiones y proyectos: un camino que iba desde Paisá y su denuncia de los horrores de la guerra, hasta sus íntimas jornadas de Europa cinco o el lirismo apasionado de sus filmes encuesta.

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