De cómo el cine debe tratar una novela
ENVIADO ESPECIAL, Michel Deon, conocido en España sobre todo por su novela Los poneys salvajes, es un novelista francés si no clásico al menos sin grandes pretensiones renovadoras. Dentro de su carácter tradicional y entre su obra numerosa destacan unos cuantos premios y algunos títulos, historias que por lo común suelen tener un aire mundano y cosmopolita sazonado con cierta dosis de sicología, algún truco melodramático y un estilo elegante afín a tantos escritores de su país.Por todo ello no es de extrañar que sus obras, al pasar a la pantalla, den lugar a películas de parecidos tonos y conflictos más acusados si cabe, más esquemáticos aún, pues en la pantalla falta ese cierto estilo aludido capaz de matizar en ocasiones lo que el cine nos muestra más crudamente.
Yves Boiset tampoco es precisamente un revolucionario de la imagen, a pesar de sus escritos en Lettres francaises y sus colaboraciones con Tavernier. Dedicado durante varios años a las producciones internacionales, se diría que su contacto con el cine americano le ha dejado el gusto por los melodramas de alta sociedad, en parajes exóticos -en este caso Irlanda- y con reparto internacionales, de los que es buena muestra esta película, titulada Un taxi malva.
Filmada con un alto presupuesto, poco interesa en ella, pasada la primera mitad, el conflicto amoroso y superficial que enfrenta a sus jóvenes protagonistas ni a sus compañeros de más edad, ni la posible trascendencia que se intenta dar al destino de ambas parejas. Ni la buena labor de Peter Ustinov, ni la belleza de Charlotte Rampling, ni el aquí poco convincente Philippe Noiret, en un papel que no le va ni a sus años ni a su físico, consiguen hacer participar al espectador en el curso de la trama ni hacerle comprender tampoco la razón de su selección en esta quincena. Lo mejor de su estreno en ella fue precisamente el público, un público francés nada chauvinista, que protestó el filme ante los tímidos aplausos que al final surgieron.
Los duelistas, presentada por Gran Bretaña, es, respecto a la anterior película, el reverso de la medalla. Supone una lección de cómo el cine debe tratar a una novela. Bien es verdad que Conrad no es Michel Deon precisamente, pero a ello hay que añadir que Ridley Scott, con su debut en largometrajes, demuestra conocer no sólo su oficio, sino el espíritu de una época con una profundidad y un gusto excelente que parecían haberse olvidado aquí después de tanto filme mediocre.
La película narra la historia de un duelo que llenará la vida de dos oficiales de Napoleón. Las campañas sucesivas les separan o les unen, pero ambos, esclavos de un concepto absurdo del honor, se desafían y luchan cada vez como si por encima de sus amores y sus lances el destino les hubiera señalado el mismo papel de seguir siendo particulares enemigos. Ambientada magníficamente, interpretada de un modo brillante y totalmente convincente, ya se trate de la pura ficción o de la dura realidad de los duelos, toda la historia tiene un ambiente prerromántico que recuerda los relatos de Pusckin y demás escritores de su tiempo.
Hay también una ironía especial en la relación de ambos personajes, en su mutua dependencia, que va de uno a otro, según el desenlace de cada desafío que enriquece el relato con las notas trágicas de la gran retirada entre el hielo y la nieve o las batallas que se adivinan más allá de los campamentos. Se trata, en fin, de un canto vibrante a una época heroica de unos hombres capaces de jugarse la vida de un modo diferente a nuestros ojos de hoy, y a través de los cuales se adivina una nostalgia emocionada por el fin de un siglo a la sombra de un genio de la guerra.
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