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La intimidación

Es asombroso el hecho de que, a pocas semanas de las elecciones. se presenten al Gobierno reivindicaciones de todo tipo que envuelven decisiones particularmente graves o incluso modificaciones estructurales del país. Una de las palabras que más se usan es «exigir". Echo de menos las estadísticas que nunca se hacen me gustaría saber cuántas veces se ha empleado esta palabra en el último año y medio, y cuántas se usó en un período igual anteriormente. Los que no se atrevían a «pedir» nada, hoy «exigen» destempladamente todos los días.Pero, sobre todo, los que dicen ser demócratas pretenden, una y otra vez, que el Poder ejecutivo adopte decisiones para las que debería contarse con el consenso de la opinión nacional, es decir, lo que falta desde hace cuarenta años. Todavía esto podríajustificarse si estuviésemos en un largo y lento proceso de transformación política, si España estuviese saliendo tórpidamente del sistema anterior y se encaminase a una democracia vagamente prometida y aplazada hasta las calendas griegas; pero la situación es bien distinta: estamos a menos de un mes de las elecciones generales que van a devolver al país su capacidad de determinación legal; y es en este momento cuando se exige la anticipación por parte del Gobierno de lo que debe ser objeto de esas facultades. Con otras palabras, se le exige, en nombre de la democracia -tomado, naturalmente, en vano-, que actúe dictatorialmente. ¿Qué quiere decir esto?

Estamos a dos pasos de tener, por primera vez en la vida entera de la mayoría de los españoles, un Poder político legítimo, con títulos claros para ejercer el mando, con justificación de autoridad, más allá de la mera fuerza. La generosidad y el admirable patriotismo de don Juan de Borbón han hecho posible que el Rey pueda recibir el respaldo democrático de la voluntad nacional sobre una plena legitimidad dinástica, de manera que pueda ser. sin restricción alguna, Rey de España y, por supuesto, de todos los españoles, restablecidos al fin en su condición de ciudadanos libres de un país europeo.

Es fundamental que las próximas elecciones sean libres, limpias, sinceras; que reflejen, con la exactitud aproximada que cualquier sistema electoral tolera, el estado de la opinión española en este momento. Todo el empeño que se ponga en asegurar la limpieza de las elecciones me parecerá poco; cualquier intento de disminuir la participación me parecerá suicida. Si la gran mayoría de los españoles votan según su conciencia y su voluntad política, se logrará el establecimiento de una autoridad civilizada que asegurará la convivencia.

Con ello no habrá terminado la historia, sino al contrario, del mismo modo que con el matrimonio no terminan las historias de amor, sino más bien empiezan. La opinión no está hecha de una vez para todas -es lo que dan por supuesto los totalitarios cuando fingen contar con la opinión-, sino que cambia; los gobiernos se sucederán, las Cortes serán reemplazadas por otras, resultado de nuevas elecciones, los planteamientos de los problemas nacionales y los intentos de solución irán var ¡ando con el tiempo. Si la democracia se arraiga y es respetada, si no se deja manipular por nadie, cada vez será mayor la aproximación entre la España real y la España oficial, se llegará al encaje que permite la vida política armoniosa y creadora de unos cuantos pueblos afortunados. Los españoles aprenderán a saber lo que quieren y a quererlo políticamente, es decir, civilizadamente; y entonces será inimaginable que nadie pueda torcer su voluntad o pasar por encima de ella.

Esto es lo que algunos -no muchos- no están dispuestos a aceptar. No confían en que la voluntad mayoritaria de los españoles- coincida con sus intereses particulares, sus caprichos o sus obsesiones. Prefieren obtener gubernativamente -a pocas semanas de las elecciones, diríamos dictatorialmente- lo que desconfían de conseguir democráticamente. Quieren anticiparse, arrancar a la voluntad particular de unos cuantos individuos que en este momento ejercen el Poder lo que puede diferir de la voluntad general.

Esto tiene indudable gravedad, pero no tanta como lo que late por debajo de ello. Si se tratara sólo de tal o cual punto ocasional de aprovechar un momento de transición e inseguridad para conseguir determinadas ventajas, no sería correcto, pero no importaría demasiado. Lo grave es que se trata de impedir la democracia.

Es claro el intento de desprestigio previo de las elecciones que varios grupos están intentando su avidez de dar por supuesto que van a ser impuras, manipuladas no representativas. Coartada para declararlas inaceptables si su resultado es adverso para esos grupos. Todavía es más notorio el esfuerzo por disuadir a los electores de participar en ellas. Ya se intentó, con bien conocido fracaso, para el referéndum. mediante una densa propaganda. Ahora se empieza a ver que la propaganda puede ser insuficiente, y se va a poner en juego la intimidación.

Tengo la impresión de que los interesados en ello se han equivocado en cuanto a la oportunidad: han empezado demasiado pronto, y los efectos, siempre pasajeros, se habrán evaporado ya en su mayor parte en el momento de las elecciones. Es más, probablemente se habrá conseguido reafirmar en los electores la voluntad de participación, de tomar en sus manos la decisión sobre los asuntos en que va envuelta su vida.

A la intimidación se puede responder de tres maneras, dos de ellas desastrosas, la tercera más atractiva, inteligente y segura. La primera es ceder a ella, plegarse a ella, someterse. Es el peor error imaginable, porque entonces la intimidación no tiene límite. Después de una claudicación viene otra, y luego otra, y así hasta el infinito, es decir, hasta la abyección. Los ejemplos en nuestro siglo y en gran parte del mundo son tan públicos y notorios que no hay que perder tiempo en recordarlos.

La segunda manera es responder a la intimidación con los recursos de la violencia, es decir, con una actitud parecida. En el caso actual se trataría de provocar una intervención armada que eliminara las amenazas renunciando a la democracia que se va a establecer, como aquel doctor de quien hablaba Kierkegaard, qué curaba la fiebre, sí, pero matando al paciente.

La tercera solución es la más sencilla. Consiste simplemente en no dejarse intimidar. Se dirá que es más fácil decirlo que hacerlo. Ciertamente; pero es mucho menos peligroso que cualquiera de las otras dos fórmulas e incomparablemente más eficaz. En todo caso, deja la conciencia más tranquila, y no es poco.

Hablando de una película cuyo tema es la guerra civil española, toqué hace poco este tema delicado y urgente. «Se establece -decía yo- una complicada red de terrores que se ejercen en varias direcciones, de manera que prácticamente nadie deje de estar aterrado por alguien, incluso los propios aterrorizado res. Hasta el "mandamás" estaba aterrado por otro que mandaba un poco más, o de los que en principio mandaban mucho menos, pero tenían ciertos poderes concretísimos y eficaces. Sería interesante -es un buen tema para historiadores y sociólogos- determinar si algunos, y quiénes, escaparon a la universal intimidación, en una y otra zona. En la republicana, que es la que conozco, creo que únicamente los que decidieron -irrazonablemente, con una razón vital superior a todas las "razones- ordinarias- no dejarse intimidar, las contadas personas de una contextura moral parecida a la de Julián Besteiro.»

Creo que esta es la condición para que lleguemos sin grandes peligros ni sobresaltos a las elecciones, a la plena legitimidad del Poder, a la libertad política; para que se abran los caminos de la prosperidad y la justicia, a la estabilidad dinámica de un pueblo que no se detiene ni da saltos, ni paralítico ni epiléptico, más allá del marasmo y del espasmo.

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