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Reivindicación del derecho a ser horteras

Ángel S. Harguindey

La primera experiencia, España debe saber, Los placeres ocultos y Gulliver son cuatro películas que el espectador español no puede ver, al menos de momento, por sendas decisiones administrativas. Dicho con otras palabras: los señores Sumer, Manzanos, De la Iglesia y Ungría han trabajado en balde también de momento, a juicio de la censura cinematográfica.Habitualmente se suele alegar en la razonable protesta de realizadores y productores que resulta difícil dar credibilidad a la reforma política encaminada a conseguir un sistema democrático cuando subsisten conceptos, mecanismos y departamentos ministeriales en los que parece haber arraigado con exceso el papel de jueces y guardianes de nuestras conciencias, de nuestra salvación moral y del «buen gusto» de todos los ciudadanos de este país. Los responsables de las obras prohibidas anhelan algo elemental en cualquier país democrático: que las decisiones al respecto emanen del aparato jurídico y no de funcionarios de la Administración.

Hasta aquí la exposición abreviada de unos hechos. Quizá sea necesario añadir algún dato previo, como, por ejemplo, el que ya resulta prácticamente imposible producir un filme sin un desembolso mínimo de quince o dieciséis millones de pesetas, desembolso más que notable para que su comienzo de amortización dependa de un criterio tan subjetivo y variable como el de unos señores funcionarios administrativos. Otro dato, consecuencia de lo anterior, es que dichos costes están condicionados en parte por las disposiciones legales pertinentes (formato, número mínimo de trabajadores, etcétera) dictadas precisamente por la misma Administraclión, que una vez cumplidos los requisitos legales prohíben, mutilan o censuran las obras. También se puede aportar como dato, aunque en este caso más personal, el que los realizadores, guionistas y productores cinematográficos españoles no tienen necesariamente por qué ser sicópatas sexuales, terroristas o adictos a las drogas «duras», es decir, que se les puede otorgar un cierto grado de confianza.

Ahora bien, frente a los razonamientos de los afectados, basados en el espíritu democratizador y liberalizador de nuestros dirigentes, cabe añadir una serie de derechos que a nuestro juicio debe tener todo ciudadano: el derecho a ser horteras, manifestado con la asistencia -si así se desea- a proyecciones de películas de «mal gusto»; el derecho a estar desinformado de los affaires políticos, económicos y sociales; el derecho a contemplar en la pantalla una reflexión -mejor o peor- sobre el homosexualismo en España y el derecho a ver a treinta y cinco enanos sojuzgados por Fernando Fernán-Gómez, entre otros muchos derechos. Y ello porque quienes lo prohiben se han considerado con frecuencia salvaguardas de «la moral de Occidente», una rnoral cuya sublimación práctica se concretó en los carripos de exterminio nazis.

En definitiva, lo que el ciudadano de este país debe exigir es la posibilidad de condenarse al infierno, si así lo prefiere y sin que actúen de por medio unos respetables funcionarios que ya se han ganado el pan sobradamente.

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