Fernando Castiella
Fernando Castiella era ya en sus años juveniles -casi infantiles- un amigo ejemplar, quiero decir capaz de generar estímulos y seguidores con su trabajo y su capacidad de iniciativa. Con él conviví en el Bilbao de los primeros años veinte la precoz y divertida aventura, de hacer juntos una revista de estudiantes. El era algo mayor en edad, lo que en esos niveles generacionales añade autoridad y experiencia en el trato entre muchachos. Luego, sus estudios universitarios nos separaron en invierno, pero nos unían en las vacaciones veraniegas. Venía Castiella de Madrid, repleto de novedades, de proyectos y de libros. Había prendido ya en su ánimo la vocación de lo exterior que iría formando en su carácter como una segunda naturaleza y que constituía una singularidad entre las demás inclinaciones profesionales del grupo de amigos.En uno de esos viajes llegó a Bilbao, en los días abrileños de la proclamación de la República. Fernando, que era corpulento y de gran talla, se plantó bajo el tilo del Arenal y dio los últimos vivas al rey en las horas tensas del tránsito de la Monarquía a la República, cuando desfilaba frente a él, camino del Ayuntamiento, el cortejo de los concejales vencedores.
Vinieron los primeros años de lucha política, de persecuciones y de propaganda. Castiella era ya catedrático de Universidad y tenía una sólida reputación internacionalista que le confería periódica presencia en las columnas de El Debate.
De su larga etapa como jefe de misión en Lima y en la Santa Sede quedaron testimonios señeros de un estilo diplomático moderno, eficaz, puntual, cuidadoso, que supo imprimir a su labor. También tuvo siempre el entendimiento profundo de lo que era un equipo conjuntado, un espíritu de colaboración apoyado en la lealtad crítica. El Castiella embajador creó escuela con su manera de servir al Estado. El Castiella ministro dio otra dimensión al compromiso de la defensa y protección de los intereses de España en el mundo, con ángulos y perspectivas de anchurosa visión. Tuvo un certero instinto de los problemas múltiples de nuestro destino como pueblo, en un mundo hostil y a la vez cambiante. Hizo milagros cuando la rígida estructura de un Estado autoritario no le permitía la flexibilidad necesaria para servir con eficacia el interés del país. Adivinó a lo que la corriente descolonizadora nos obligaba tanto en Guinea como en el Sahara, sin que su razonable criterio fuera escuchado por la pasión de. los bloqueos inmovilistas. Inició la aproximación formal a la Comunidad Europea en 1962, aun a riesgo de conocer los límites indispensables que era preciso alcanzar en las cotas de la democratización interior para que la iniciativa fuera rentable. Y, cuando llegó la hora de la renegociación con Estados Unidos de los acuerdos de 1953, mantuvo con su firmeza que algunos juzgaron tenacidad exagerada, pero que muchos otros entendieron como entereza patriótica, un largo forcejeo que se perdió en las intrigas de las recámaras del poder.
Su gran batalla fue la recuperación de la soberanía de Gibraltar para España. Pelea descomunal que consumió los mejores años de su vitalidad física e intelectual y que resultó un logro plenario de lucidez jurídica, de rigor dialéctico, de valor argumental en el máximo foro internacional de las Naciones Unidas. Allí ha quedado admitida para siempre la validez de la tesis española.
Fernando Castiella era un español señero, monumental. Tenía alma de niño, timidez patológica, amistad fidelísima, lealtades inconmovibles, Gustaba de la vida y de las delicias del paladar como buen vasco. Pero era también enormemente sensible a los matices del espíritu. Su biblioteca, extensa y selecta, está plagada de notas al margen en el seno de los volúmenes manejados una y otra vez por su infinita curiosidad intelectual. Era un creyente profundo y severo consigo mismo, pero no exhibía su piedad, sino que la conservaba en el recato de la interioridad. Su batalla por la implantación de la libertad religiosa en España, que tantos disgustos lé acarreó, fue, por ello mismo, más meritoria y de mayor autoridad en su protagonismo.
España tiene contraída una deuda de gratitud con este hijo suyo que con tanto denuedo la sirvió ante los demás pueblos. Los hombres de mañana podrán evocar su recuerdo con estas simples palabras: fue un gran español.
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