Un año después
Hoy, 20 de noviembre de 1976, hace un año que murió el general Franco. El anuncio de manifestaciones de la extrema derecha, el clima pasional al que el día es propicio, la irracionalidad política de los extremistas, recomendarían quizá a un periódico como este el prudente silencio en tal fecha. Pero los españoles debemos ir acostumbrándonos a asumir nuestra historia, y no a ocultarla, y a emitir un juicio sobre ella, tan sereno como sea posible, tan honrado y justo como salga de la conciencia de cada uno. Ha bastado un año para demostrar lo que ya todo el mundo sabía: Franco era la encarnación personal del poder, un dictador rodeado del aparato represivo común a todos los dictadores. Por eso, en el breve plazo de doce meses tras su muerte, han saltado en añicos los supuestos fundamentales teóricos del franquismo y las instituciones que pretendidamente creó. Y hemos podido ver en las Cortes el espectáculo de que quienes aceptaron, cuando no aplaudieron, la persecución permanente de los defensores de la libertad, han votado sin rubor la implantación del sufragio universal y las libertades formales. Exactamente aquello contra lo que Franco luchó.
Esta es la primera consecuencia histórica a extraer. Las dictaduras nunca se suceden a sí mismas porque el principal y único horizonte que guía los pasos del dictador es el mantenimiento de su propio poder. La sucesión formal en los órganos del Estado y en la Jefatura del mismo no quiere decir que el poder de Franco haya tenido sucesor. Por eso la Monarquía promete ahora la devolución de su soberanía al pueblo español, a fin de que el poder resida en las instituciones verdaderamente representativas de ese pueblo.
Franco, pues, no nos ha legado un régimen, nos ha legado una situación de hecho. Y una pesada y larga historia ribeteada, como todas las historias, de aciertos y de fracasos, pero que merece a nuestro juicio una descalificación desde el punto de vista de los valores humanos.
Franco no surgió por casualidad en la historia española. Fue el colofón y el fruto de un país repleto de errores y sinrazones colectivas, incapaz todavía en 1936 de haber conseguido incorporarse a las corrientes modernas, a una clase dirigente egoísta y feudal, una Iglesia reaccionaria y tridentina y una oposición revolucionaria utópica y moralista, desconocedora del empleo de los resortes del poder. Franco es el símbolo de una frustración colectiva, el resultado de una España agotada en divisiones que acabó entregándose, entre el temor de unos y el entusiasmo de otros, en las manos del general. El dictador se limitó en principio a hacer aquello para lo que había sido llamado: poner orden en un país caótico y temerariamente abandonado al vértigo de la historia. Lo hizo a su modo, expeditivo y elemental. Tras una guerra cruel, sucedió la represión de los años cuarenta y la más moderada pero no menos efectiva del resto de su mandato. La tranquilidad en las calles era obvia, fue obvia por lo menos hasta la aparición del terrorismo. Eso permitió un cierto sosiego en el trabajo y un adormecimiento de las clases dirigentes. La tranquilidad y el orden tuvieron además la contrapartida de las cárceles, el exilio y las persecuciones. Ninguna de las libertades formales clásicas del hombre fueron respetadas, pero el pueblo aceptaba esta situación porque -entre otras cosas- era bendecida por la Iglesia.
La tranquilidad permitó además la reconstrucción material primero y el enriquecimiento económico después de un país destrozado por la Guerra Civil. Franco tuvo la suerte de incorporarse, aún desde fuera, al boom del desarrollo europeo de los sesenta. Demasiadas veces se olvida que su obstinación privó a España de los beneficios económicos del plan Marshall que hubiera acabado con el hambre de los españoles mucho antes de que lo consiguieran la emigración y el turismo. Demasiadas veces se olvida también que el desarrollo económico habría podido ser aún mayor. si nuestro país hubiera tenido acceso al Mercado Común Europeo en situación menos vergonzante y dependiente. Pero el desarrollo es un hecho que está ahí. Y puede ser anotado en la agenda de las realidades positivas del régimen que se fue. Bajo Franco se reconstruyó la infraestructura nacional y se multiplicó la renta individual de los españoles. No gracias a él o a pesar de él, sino bajo su mandato, y cualquier análisis no parcial que pretenda hacerse de la era franquista ha de reseñar el hecho.
Las facturas sociales que hubo que pagar son sin embargo fuertes. No se modificó la estructura de la propiedad ni el reparto de la riqueza, se privó a las clases más bajas de sus instrumentos naturales de defensa frente al poderoso, se permitió la corrupción administrativa y, en la etapa final del franquismo se lanzó al país por la vereda de un desarrollismo alocado e imprevisor. Un régimen que había exaltado hasta el ridículo las verdades formales de la religión acabó en una especie de excitación del consumo material con notable desprecio hacia los valores morales de la colectividad a la que decía servir. La baja consideración que el intelecto humano parecía ofrecer a los tecnócratas degeneró en una situación de desarrollo material sin las contrapartidas de un país cultural y moralmente sólido y el franquismo todo acabó víctima de su propia dialéctica: la única manera de que el ciudadano estuviera más contento era que ganara más dinero.
Los intelectuales que llevados de su rigor moral se habían separado del régimen años atrás no cesaron de denunciar esta lacra final de la política franquista. Se había acabado con el analfabetismo en España -otro dato positivo en el haber de la primera época del régimen-, pero después el mundo de la cultura cayó en el descrédito o la vejación. Un extenso exilio intelectual privó al país, después de la guerra, de los mejores profesores, literatos y artistas. Un exilio interior, más pronunciado aún e hiriente si cabe, se produjo después sobre la misma piel de España. Ni un solo intelectual de importancia, ni un solo creador con sentido moral de su misión podía creer en el franquismo en el momento de la muerte del general. La universidad, destrozada por una política torpe y culpable, invadida por la fuerza de quien no entendía ni amó nunca los valores de la cultura, abandonó al régimen.
La dependencia de nuestro país respecto al exterior aumentó en lo político, en lo militar y en lo económico. Un régimen que nacía con voluntad de imperio no logró dar en 40 años un solo paso positivo para la recuperación de Gibraltar, pero asumió en cambio una mayor presencia extranjera sobre su suelo en cuatro enclaves militares de la Península que escapaban a nuestra soberanía y admitió incluso el establecimiento de un polvorín nuclear ajeno, a las puertas de Madrid.
Al mismo tiempo entregó los restos de su antiguo imperio colonial sin lograr mantener con los nuevos países independientes las relaciones prósperas de amistad y entendimiento que hubieran sido de desear. Dramática y simbólicamente, los últimos días de la vida de Franco fueron signados por un hecho similar al que conociera tras la derrota del Eje en la Guerra Mundial: el rechazo, sin distinción de ideologías, por parte de numerosos regímenes del extranjero, no a nuestro país, sino a quien lo gobernaba.
En el interior, el legado político del régimen, junto al vacío institucional de poder, ofrece perfiles preocupantes. Una gobernación torpe, y una represión indiscriminada de las tradiciones, la cultura, y la lengua de los pueblos de España, un centralismo exacerbado también, alumbraron durante el franquismo un renacer de las nacionalidades, pese a la clandestinidad en la que tenían que moverse los grupos. Hasta el punto de que cuando el general proclamaba la unidad de los hombres y las tierras de España se veía impotente para poner fin a las actividades de un grupo terrorista de la importancia y significación de ETA.
Los últimos cinco años del franquismo -especialmente desde el juicio de Burgos hasta la muerte del general- se vieron jalonados por la cosecha propia de la dictadura: inestabilidad de los Gobiernos, desórdenes públicos, terrorismo de ambos signos, debilidad económica. La vecindad del final físico del dictador aconsejó a algunos de sus colaboradores el aplazamiento de la solución a los problemas. La Monarquía ha heredado así una situación social, política y económica tan deteriorada que inevitablemente el camino hacia la democracia se ha visto y se ve a diario obstaculizado. El franquismo no fue capaz de resolver ninguno de los grandes problemas históricos planteados en España. Nos ha legado un país políticamente desarticulado, con una derecha enviciada de poder y corrompida por su ejercicio, y una izquierda desorganizada e impotente. 40 años de autoritarismo han privado a los ciudadanos de la práctica de los derechos políticos. Y en el terreno socioeconómico heredamos una elevada concentración de poder y un entramado de intereses amenazante también para la construcción de la democracia.
Es todo el edificio del Estado el que amenaza ruina en esta situación. No importa añadir que por eso mismo resulta razonable apoyar los esfuerzos del Gobierno para encontrar una salida, y al mismo tiempo exigirle que sea consecuente con sus compromisos. No es la hora de la revancha ni del empecinamiento, sino de la solidaridad, pues como dijo Ortega: «Españoles, vuestro Estado no existe, hay que reconstruirlo».
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