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No ha sido un relevo

Si algún servicio importante a la comunidad podemos prestar hoy los comentaristas políticos será reconocer, por debajo de cualquier frase protocolaria, lo que España debe a hombres como Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil. La Gran Cruz de Carlos III, que se le ha concedido, suele ser condecoración políticamente póstuma, que casi nunca se impone porque hasta se identifica con los altos ceses por sorpresa. Para casos como el de este ilustre militar habría que arbitrar otro sistema más efectivo y generoso de agradecimiento.Precisamente por lo importante, por lo revelador, por lo decisivo de tal cese, que así, a vuelapluma, parece configurarse ya como larioticia más importante desde la muerte de Franco junto a la destitución de don Carlos Arias, y quizá todavía de mayor profundidad. Ni el menos arriesgado de los comentaristas podrá apelar hoy al vergonzante recurso del relevo. No, esto no ha sido un relevo, sino la demostración de un cambio de estrategia, y por eso, antes de intentar la delicadísima y necesaria profudización en la noticia, es de rigor despedir a lo que se va con el teniente general cesado. Lo que se va es todo esto: un modo de concebir las relaciones entre sociedad, política y Fuerzas Armadas, que sin asumir la teoría franquista de la columna vertebral militar la prolongaba en la praxis; un sentido generacional respetabilísimo, pero debilitado por simples razones biológicas de esas relaciones; un sistema de referencias intitucionales que parte, en lo jurídico, de La_ley de Jurisdicciones, en lo histórico de la guerra civil como factor constituyente y en lo político de la sucesión unívoca como puente desde el franquismo hacia un futuro sin asumir en toda su plenitud; un momento de inercia, político-militar que ya no se acompasaba a la mecánica nacional que los tiempos imponen.

Como todo ese conjunto ha fundamentado -en su larga etapa de validez, hoy agotada- la transformación histórica más importante de España y ha contribuido, pese a su anquilosa miento, a una transición relativamente ordenada con todas las posibilidades en permanente reserva, hay que descubrirse ante lo que hasta hoy ha representado para España, y para la difícil convivencia política española, la figura y el símbolo del general De Santiago.

Descubrirse también para la despedida. El cesado general era por su ideología el representante y, por su cargo, el vértice de lo que hemos venido llamando ala derecha del generalato. Se trata de un sector de los Ejércitos que un día fue unánime, después mayoritario, luego cada vez más desproporcionadamente influyente, hasta que hoy, por razones -insistamos- tan biológicas como políticas, puede considerarse desfasado. No es que sobre, ni mucho menos; pero no sería conveniente para el equilibrio del país real. su preponderancia excesiva. ¿Ha contado alguien el número de coroneles que han ascendido al generalato desde la muerte de Franco hasta hoy? Pasan seguramente del centenar. Y aunque ni el general De Santiago ni su sucesor son hombres de partido -sería insultarles-, la resultante suprapolítica de esos nuevos generales apunta, mas cerca del segundo que del primero. Sobre todo cuando se apoya en la base de la oficialidad.

Hace ahora un año y medio la celebración de un curso de conferencias en el ágora cívico-militar del Club Siglo XXI provocó la renuncia fulminante, como miembros, de media docena de generales. Ante la lista del nuevo curso publicada ayer por el Club -en la que se incluyen varios miembros de la oposición democrática- no se producirá, seguramente, dimisión alguna. Todo cambia, hasta para la gran institución militar, moderadora del cambio.

La sustitución del teniente general De Santiago por el teniente general Gutiérrez Mellado esconde categorías tan importantes que no merece la pena incidir, para explicarla, en la pequeña anécdota. Varios acontecimientos recientes pueden replantearse ahora con sentido de convergencia. La nota de prensa sobre interpretaciones políticas de lo sucedido en la reunión del presidente con los altos mandos militares, el encuentro a nivel oficial del Ejército español con la Junta Militar chilena en momentos de protesta universal generaliza da y no precisamente injustificada, contra el proceder de dicha Junta; los rumores sobre cierto posible destino para el también cesado jefe superior de policía de Madrid, coronel Quintero; la consabida relación, apócrifa y encima incompleta, sobre reuniones, contactos y Comentarios militares individuales con riesgo de convertirse, gracias a alguna indiscrección, en colectivos. Todo eso es ahora lo de menos. Lo que importa es el afianzamiento del presidente del Gobierno en el más delicado y resbaladizo de sus terrenos de acción y la serenidad nueva mente confirmada del capitán general del Ejército, don Juan Carlos de Borbón, para el análisis y el tratamiento de las crisis militares en un contexto que el Consejo de Europa acaba de describir como predemocrático. Porque, a medias entre lo biológico y lo político, aquí acaba de resolverse una importante crisis. Puede que hasta una crisis histórica. ¿Qué vamos a decir sobre lo que representa, en su nuevo destino, el teniente general Gutiérrez Mellado, si todos lo sabemos? Una larga mirada de gratitud y nostalgia parte hoy, desde la conmovida mesa del historiador hasta las orillas del Nilo. Nadie debería hablar hoy de victoria en una pugna política de indescifrables coordenadas. Porque no hemos conocido la noticia de una victoria, sino el sensato reconocimiento de una irreversible realidad.

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