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Tribuna
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El carné

Era una carpetita de tapas marrones, que llevaba por dentro la fotografía de mi padre, y unos sencillos datos de filiación. En el centro de la tapa del anverso, sobre el símil cuero, grabadas, las siglas "UGT".Mi padre lo había solicitado para poder trabajar, simplemente. El gremio de pastelería en el que trabajaba se había afiliado en pleno a la central sindical menos activista de aquel tiempo -1932-, quizá porque los oficiales confiteros, medio artesanos, medio industriales y ligados por su oficio a pequeñas empresas familiares, no vivían tan intensamente como los metalúrgicos o los obreros de la construcción, por ejemplo, la cada vez más virulenta lucha de clases. Una vez que lo obtuvo, mi padre lo dejó abandonado en un cajón de una cómoda del dormitorio, porque rara vez acudía a las reuniones que para discutir las bases de trabajo, se celebraban en el viejo caserón que se asomaba a la plaza de Sas desde el arranque de la calle de Estébanes.

A mí, el carné sí que me interesaba; había empezado a estudiar gracias a una beca que me concedió el Ministerio de Educación, cuyo titular era en el año 31 Marcelino Domingo, y también gracias a otra beca, algo más modesta, que obtuve por oposición del Ayuntamiento de Zaragoza. Se me habían despertado amplias inquietudes intelectuales a mis trece años y el carné me permitía entrar en la sede de la UGT, rebuscar en la buena biblioteca que poseían y llevarme libros a casa (Galdós, Pereda, Baroja, Pérez de Ayala...), los devoraba rápidamente, y volvía una y otra vez en busca de otros.

En julio de 1936, la casa donde trabajaba mi padre -Antigua Casa Clavería, confitería y cerería, proveedora del templo de Nuestra Señora del Pilar- decidió cerrar por unos días sus puertas, debido al caríz que iban tornando las cosas, y mi padre aprovechó las insólitas vacaciones, para -en compañía de uno de mis hermanos pequeños- pasar las fiestas de su pueblo, Híjar, por primera vez tras de toda una vida de ausencia. Comenzó la gran tragedia, y aunque en la radio de un vecino oíamos proclamar vibrantemente a Cabanellas sus desconcertantes vivas a la República, en mi barrio, la parroquia de Gancho, sucedían cosas raras y siniestras: registros nocturnos, camiones que se lenaban de hombres, vecinos nuestros, en las inciertas horas del amanecer, patrullas de guardias de asalto y de soldados, por calles y callejuelas, miedos, sigilos, desconfianzas. No sabíamos quien era el amigo o el enemigo, y ni siquiera, por qué habíamos de sentir temor por tener amigos o enemigos. Para mi padre, en cambio, la situación se había aclarado muy pronto. Híjar había sido ya incluida en la zona republicana por las primeras avanzadillas catalanas, y, como mi padre, por ir de fiesta se había puesto camisa nueva y corbata, además de pertenecer a una familia de raigambre católica, como casi todo el pueblo de Híjar, fue capturado por la cooperativa comunista y obligado a trabajar en el suministro de pan, como castigo a su corbata y a su modesta genealogía. Durante toda la guerra temimos por su vida, y sólo después de terminada la contienda, pudo volver con mi hermano a nuestra casa de la calle de San Pablo. Los fui a buscar con mi uniforme de soldado de Sanidad.

-¿Y el carné? -preguntó a finales de julio del 36 mi madre- ¡Ojalá no se lo haya llevado!

-Ojalá se lo hubiera llevado -respondí yo.

-Pero, ¿dónde está?

-Aquí, en mi bolsillo.

-¿Estás loco? Si sales a la calle y te cachean te la vas a cargar...

-Ya lo sé. Ahora ya lo sé. Tómalo y haz lo que

ni quieras con él.

-Mi madre tomó el carné, con dos dedos, como si quemara y lo arrojó inmediatamente en la cocina de carbón. Yo lo vi arder con tristeza y una gran rabia. No lo habíamos pedido; nos había sido dado, pero ya era nuestro. Y sobre todo mío, porque gracias a él había podido entrar libremente en el caserón de la calle de Estébanes, había conocido a mucha gente de honda humanidad, me había hecho amigos, que encarnaban ideas nuevas para mí, y en los salones destartalados con aire de casino de pueblo, donde los días en que no había sesión plenaria se jugaba al domino en veladores de mármol, había escuchado cosas, a veces grandes frases, hacia la inalcanzable utopía; pero en la mayor parte de los debates o de las discusiones, razonables conceptos acerca de las relaciones capital- trabajo, que no sonaban ni amenazadoras ni destructivas. De cualquier modo, siempre tenía allí las toscas estanterías llenas de libros, que ya nunca podría acabar de leer.

No sé por qué cuento esto, y ni siquiera si le va a interesar a alguien. Quizá me haya impulsado el recuerdo de la pequeña anécdota de una de tantas familias que vivieron el absurdo de una guerra innecesaria, en la que no fueron ni vencedores ni vencidos, pero sufrieron en sus carnes todos sus temores y horrores, por estar en medio, por no ser nada, por ser como grano de trigo entre las dos indiferentes muelas de un molino, que nunca cesa de rodar. También es posible que me haya impulsado a contar todo esto el leer la reseña, las reseñas tan divulgadas del congreso de la UGT y del PSOE, celebrados en Madrid hace pocos meses. Quizá, si mi madre no lo hubiera quemado temerosa, en el viejo fogón de la cocina, hubiera podido presentarme yo, en esos congresos, con uno de los carnés más viejos de la España actual. Pero, ¿para qué, si no tengo ningún ánimo de revancha, si no tengo ningún derecho, ni ninguna intención de cobrar caducadas facturas? Si acaso me hubiera gustado ir por ver si en el estrado o entre las multitudes podía reconocer alguna antigua cara, algún resto senecto de aquella humanidad vibrante en que me encandilaba mi corazón de diecisiete años. Sí, a lo mejor hubiera valido la pena.

De todos modos he sentido como un pinchacito en ese mismo corazón, que ahora tiene cuarenta años más, por no haber guardado aquel modesto carné de símil cuero, con la fotografía de mi padre en el reverso de la tapa.

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