Alergia a la opinión
Es frecuente la afirmación de que la opinión pública española se encuentra muy desorientada y prácticamente incapacitada para formarse un criterio acerca de los graves problemas del momento. Los rumores contradictorios que a diario se entrecruzan, las declaraciones y rectificaciones que llenan las columnas de la prensa y las divisiones entre los grupos de oposición -reales en unos casos y aparentes en otros- son las causas principales de tal confusión, que muchas veces engendra, o al menos favorece, una clara inhibición en el pensamiento y una marcada atonía en la acción.Pero no son éstas las únicas causas del fenómeno, que si resulta alarmante siempre, lo es mucho más cuando un pueblo camina, o se dice que camina, hacia el cambio fundamental de sus estructuras políticas. La falta de información sincera por parte del Gobierno constituye también un poderoso factor determinante de la desorientación. Es muy fácil echar sobre los gobiernos culpas que en buena parte deberían recaer sobre toda la sociedad. Me dolería cometer esa injusticia; pero creo que en el presente caso la responsabilidad del Gobierno es evidente, por lo menos en una buena parte.
Desde hace cuarenta años, por exigencias de la guerra y la posguerra, primero, y por conveniencias injustificadas del régimen imperante después, ha funcionado un organismo oficial regulador de la parte de verdad que podía llegar a conocimiento del público. El subjetivismo del responsable de tal organismo -subjetivismo integrado por factores muy diversos que iban desde las convicciones doctrinales hasta los brotes temperamentales- dosificaba a su placer no solamente los hechos que habían de ser conocidos de los españoles, sino incluso las deformaciones que en ellos se creía oportuno introducir. Los periodistas encargados de la información política y los directores de las publicaciones periódicas saben muy bien cómo funcionaban las notas oficiosas, las referencias de los Consejos de Ministros, las denominadas ruedas de prensa, las conferencias en el Ministerio de Información y hasta las consignas coactivas, transmitidas muchas veces por teléfono. El efecto que en los informadores y en el público causaban aquellos procedimientos tenían que conducir de manera forzosa al escepticismo y a la incredulidad.
Comprendo que no es fácil cambiar en unos meses tan viciado sistema. Pasar sin transición de la verdad oficial a la verdad real, no es, desde luego, tarea de poca monta; de ahí que pueda ello representar un atenuante de culpas que no es posible dejar de anotar entre las partidas del pasivo del Gobierno del señor Suárez.
Hay, sin embargo, aspectos de la política informativa que, a fuerza de querer ser habilidosos, vienen a caer en el defecto, muy grave para quienes gobiernan, de aparecer como una clara falta de seriedad. Lo digo con el máximo respeto que me merecen las personas, pero con la claridad que el tema exige. Vale la pena recoger en apoyo de esta tesis unos cuantos hechos de rigurosa actualidad.
El pasaporte de Carrillo
El primero es el del problema del pasaporte del señor Carrillo. Y conste -me adelanto a proclamarlo- que no tengo contra él la menor hostilidad personal, y que considero que si la reciente amnistía concede al secretario del Partido Comunista Español el derecho a ese documento de identidad, no hay razón que justifique la negativa.
Pues bien, la actitud del Gobierno en este punto no ha podido ser más desdichada. El ministro de Asuntos Exteriores se muestra contrario a la concesión del pasaporte cuando habla con sus interlocutores alemanes, básicamente anticomunistas, sin perjuicio de «echar agua al vino», como vulgamente se dice, apenas pone el pie en Barajas al regreso de su periplo por Europa. Tampoco el jefe del Gobierno oculta en declaraciones públicas su criterio contrario a la concesión del pasaporte al señor Carrillo y, a la señora Ibarruri. Por último, se anuncia que el pasaporte les ha sido denegado a los dos personajes...
Y mientras tanto, la prensa, incluso algún periódico de marcado carácter oficial, proclama con grandes titulares lo que todos sabernos: que el señor Carrillo entra y sale de España cuando quiere, visita a los amigos, preside reuniones políticas y hasta estrecha en algún restaurante la mano de un ministro, que ni siquiera se da cuenta de quién es el amable ciudadano que le saluda. A todo esto, la Dirección General de Seguridad permanece muda.
¿Puede decirse que todo ello es propio de una política seria? Repito que nada tengo que objetar a que el señor Carrillo esté en España, puesto que la amnistía le ha abierto las puertas. Pero ese maquiavelismo gubernamental de vía estrecha me parece más bien un infantilismo destinado a distraer a niños en la edad de la primera comunión.
Algo semejante cabría decir de la huelga de los controladores de vuelo. No entro para nada en el problema de la justificación de sus reivindicaciones, que a primera vista no parecen abusivas. Lo que me preocupa es la insinceridad con que el problema se está tratando a la vista del público.
Quienes en las últimas semanas hayan tenido que utilizar el avión como medio de transporte saben perfectamente que, primero en Barcelona y luego en otros aeropuertos, extendiéndose como una mancha de aceite, los servicios expermentaban perturbaciones debido a lo que se llama la huelga de celo de los responsables de la delicadísima tarea de dirigir el tráfico aéreo. ¿A qué razón plausible obedece la negativa oficial de la existencía de una realidad conocida cada día por mayor número de personas? ¿Por qué se ha esperado a que la noticia nos llegue aumentada desde el extranjero, incluso con el anuncio de la cancelación de vuelos de turismo?
Negar lo evidente
Estoy seguro de que el Gobierno, consciente de la trascendencia del conflicto, está dando ya los pasos conducentes a su solución. Pero
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¿qué motivos justifican esa táctica ingenua de negar lo que está a la vista de todos? ¿No han pensado los gobernantes que una información amplia y clara del problema, de las trascendentales consecuencias del conflicto y de sus razonables soluciones contribuiría a formar un estado de opinión que podría reforzar la eficacia de la negociación? ¿Qué beneficios lleva consigo ese empeño en marginar al pueblo de los problemas que tan de cerca le tocan?
Lo mismo podríamos decir del aumento del precio de la gasolina. Hace unas semanas, el señor Silva Muñoz, figura preeminente de la CAMPSA -su puesto es de carácter netamente oficial-, tranquilizaba a la opinión acerca de la preteridida subida del precio del carburante. Todos sabíamos, sin embargo, que era inevitable la subida, y que se produciría de un momento a otro, como así ha ocurrido.
No es fácil explicarse la finalidad práctica que haya ipodido tener el piadoso engaño, cuando hubiera sido inucho más útil -y por supuesto más político, en el buen sentido de la palabra- ir preparando al pueblo español a la aceptación de una medida impopularísima, razonando su imperiosa necesidad, máxime cuando en esta materia se viene actuando con una falta de criterio y decisión que agravan el pavoroso problema cada minuto que pasa.
No voy a insistiren casos concretos, que por desdicha son muy abundantes; prefiero, para concluir, elevarme de nuevo a la tesis que al principio esbozaba.
Un Gobierno no puede actuar desvinculado por completo de la opinión de su propio país. El principio parece más indiscutible cuando se trata de unos gobernantes que no han recibido sus poderes del pueblo. ¿Es razonable en esta etapa de transición, en la que deberían comenzar a ensayarse métodos menos autoritarios, aislarse de la opinión pública y, lo que aún es peor, servirle inocentes engaños pueriles en lugar de informaciones serias y veraces?
¿O no será que el Gobierno de don Adolfo Suárez, al igual que los anteriores de tipo dictatorial a los que tantos de sus miembros sirvieron, padece una alergia incurable a la opinión pública?
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