Las tasas y la financiación de la enseñanza
Un real decreto acaba de incrementar las tasas académicas. Prácticamente las ha duplicado, aunque el aumento es mayor en el caso de asignaturas sueltas. Esta medida hacía tiempo que se esperaba, pues la Ley General de Educación de 1970 autorizaba al Gobierno para incrementar gradualmente la cuantía de las tasas hasta el límite máximo del costo real de la enseñanza.Por aquel tiempo el Ministerio de Educación y Ciencia comenzó a promocionar estudios económicos sobre el costo por alumno universitario, para saber a qué atenerse. Era cuestión trabajosa de averiguar, porque aparte de las dificultades del estudio, el costo es diferente de una Universidad a otra y, a su vez, hay bastante disparidad entre las diversas Facultades. Pero en todo caso pudo comprobarse con cifras algo que todos sabemos: la enseñanza universitaria es muy barata, pues las tasas por matrícula están muy por debajo del costo real. Así que es lógico que el Ministerio, que tiene apuros económicos tradicionales, venga acariciando desde hace años la idea de elevar las tasas, que hasta ahora son una partida poco importante de su presupuesto de ingresos. Sólo el temor a las reacciones de los estudiantes ha venido frenando la decisión, lo que ha sido también ahora causa principal de haber ordenado un incremento que bien puede calificarse de discreto si se atiende al tiempo que las tasas llevan congeladas, al costo real de la enseñanza y al nivel de inflación.
¿Pero es que realmente las tasas académicas deben cubrir el costo real de la enseñanza? La actual Ley de Tasas dice, en efecto, que pueden elevarse hasta el nivel real de los servicios; la propia Ley General Tributaria tiende a configurar la tasa corno contraprestación. La Ley de Educación también lo dice así y, por citar un ejemplo reciente, la Ley de Bases de Régimen Local preceptúa lo mismo. Argumentos legales no faltan. Pero, a mi entender, este planteamiento atenta contra los criterios que deben regir la financiación del sector público.
Los tratadistas se las ven y se las desean para distinguir entre tasa y precio, pero desde luego por este camino el asunto va a ser resuelto de forma expeditiva y la tasa se va a convertir simplemente en el precio de los servicios públicos. E incluso puede suceder que algún organismo sienta la tentación del beneficio o que éste se produzca por desajuste de los cálculos económicos. Y aquí empiezan los argumentos en contra de ese planteamiento legal.
Que cada ciudadano compre su parte de los servicios del Estado no resulta admisible. Primero, porque los servicios públicos no son divisibles. A ver cómo compro yo mi parte de defensa nacional, de justicia o de caminos, canales y puertos. Incluso en aquellos casos en que el método parece tan simple como dividir el costo de la enseñanza por el número de alumnos, o el del transporte por el número de usuarios, hay un evidente espejismo que menosprecia el verdadero sentido de los servicios públicos y el beneficio que recibe de ellos la colectividad. Y segundo, lo que es aún más importante, si el Estado saca sus servicios al mercado (que es lo que hace, para entendernos, cuando cobra precios reales) y reconocemos que es muy diferente la capacidad adquisitiva de los ciudadanos, una de dos: o diversifica la calidad del producto (en este caso la enseñanza universitaria oficial) para ofrecerlo a diferentes precios a los distintos grupos sociales, lo que es inadmisible conforme a la filosofía social de nuestro tiempo, o da a todos el mismo servicio y les cobra el mismo precio con independencia de su riqueza, que es lo que se viene haciendo.
Pero esta solución atenta directamente contra el principio de capacidad contributiva aprobado por las Leves Fundamentales, según el cual cada uno debe contribuir en proporción a su riqueza. Mientras las tasas sean pequeñas cantidades pagadas con ocasión de un servicio, el asunto no es grave, pero como método de financiación del servicio son, por ello, inadmisibles.
La solución estaría, entonces, en cobrar tasas diferentes según la mayor o menor riqueza de los ciudadanos. Esta salida del callejón no se le ocurrió a la Ley de Educación, que habla sólo de tasas uniformes. Se le ha ocurrido a la reciente Ley de Bases de Régimen Local, que ordena ajustar las tasas a la capacidad de los usuarios. Pero la verdad es que no se ve la forma en que ésto puede llevarse a cabo, y a los más imaginativos sólo se les ha ocurrido hasta ahora criterios muy burdos o sólo válidos para casos concretos, tales como elevar la tasa por basuras en función de la calidad urbana del barrio o exigir más tasas por ocupación de la vía pública a las cafeterías más distinguidas. ¿Cómo podría cobrarse una tasa diferente a cada alumno según su riqueza? Yo no veo el método, salvo que pongamos en uso una especie de carné de identidad fiscal. Pero si éste es el remedio, prefiero la enfermedad, porque ni tenemos medios administrativos ni honorabilidad contributiva para tal carné (véase lo que sucede con el Impuesto sobre la Renta), ni podríamos evitar, entre otros males, que el país quedara dividido en castas por motivos fiscales.
Aunque no hay que atormentarse con los problemas técnicos de la tasa. La cuestión de la financiación del sector público hace tiempo que está solucionada: todo consiste en tener un sistema tributario justo, en que cada uno pague conforme a lo que tiene (renta y patrimonio) y que funcione como mecanismo redistributivo. Las tasas pueden ayudar, si su cuantía es discreta son aconsejables, pero no sirven para eso. Sustituir un sistema impositivo por un sistema de tasas ajustadas al costo equivale a plantear la acción del Estado en términos de mercado.
De ahí que con las tasas académicas, con las tasas en general, hay que andar con cuidado. La cuantía actual de las matrículas no es ni mucho menos para rasgarse las vestiduras. Es muy probable que su incremento se convierta en octubre en causa primera de las reivindicaciones estudiantiles, aunque hoy por hoy no son más que un ingreso secundario del presupuesto de cada Universidad y tanto el Ministerio como las Universidades, que tienen conciencia del problema de equidad que plantean las tasas, reparten ayudas para matrículas y matrículas gratuitas con generosidad. Pero ante inmediatos o futuros agobios, mucho cuidado con esa meta legal de que la tasa sea igual al costo de la enseñanza, porque también en esto la Ley de Educación anduvo errada.
De todas formas, de poco serviría buscar fórmulas racionales para la financiación de la enseñanza superior si no las encontramos también para la enseñanza primaria y media, que es él camino por el que se accede a la Universidad. Las reivindicaciones de los estudiantes quedenuncian el clasismo de la Universidad y se oponen a la selectividad son, a fin de cuentas, herencia política que la forma de financiación y costo para el ciudadano de la escuela y el bachillerato dejan a la Universidad. Pero ése es otro problema.
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