OBJETIVO: DESTRUIR Y EXPLOTAR JUPITER
No existe la más remota posibilidad de que los humanos, o cualquier forma de vida que conozcamos, puedan vivir sobre la superficie de Júpiter. Su atmósfera está formada por hidrógeno, amoníaco y metano irrespirables. Su gravedad es tan fuerte que un hombre que pesase setenta kilos en la Tierra, pesaría casi 250 en la superficie de Júpiter. Pero no llegaría nunca a esa superficie. Cualquier nave espacial que penetrase en su atmósfera, por muy robustamente que estuviese construida, se arrugaría como un papel por la presión de los gases. La superficie misma es, con toda probabilidad, arrasada por torrentes de lluvia de amoníaco. A juzgar por las explosiones de radio que nos llegan desde Júpiter, estos aguaceros son provocados por tormentas de una violencia inimaginable. Una sola de estas explosiones, que dura un segundo, libera ondas de radio equivalentes en energía a las generadas por 100 millones de rayos. Durante una tormenta, esas explosiones se suceden entrecortadamente, ofreciendo una imagen de un mundo con tales cataclismos en su superficie que los superlativos pierden todo significado.La misma superficie de Júpiter es un misterio. Los astrónomos sólo han llegado a un acuerdo provisional sobre su naturaleza. A unos 3.200 kilómetros bajo su atmósfera hay una capa de hidrógeno sólido o fango de hidrógeno. Sería hidrógeno líquido, en rica mezcla con materias rocosas que se solidifican más fácilmente que por sí solas. Cualquier objeto grande que se encontrara sobre esta superficie blanda no permanecería allí durante mucho tiempo, sino que se hundiría rápidamente, como en arenas movedizas. Sólo se detendría en su hundimiento a unos 8.000 kilómetros más o menos, pues la geografía interna de Júpiter es sumamente vaga, hasta llegar a una nueva superficie, esta vez de una solidez casi impenetrable. De repente, en algún punto entre 11.000 y 32.000 kilómetros por debajo de la capa gaseosa visible de Júpiter, hay un núcleo de metal denso. Es hidrógeno metálico, una sustancia extraordinaria que no conocemos en la Tierra. Nadie la ha visto nunca, aunque bajo presiones gravitatorias suficientes tiene que existir. Cuando la presión de una atmósfera planetaria se eleva por encima de un millón de atmósferas terrestres (una atmósfera es 1,033 kg por centímetro cuadrado), los átomos de hidrógeno se ven sometidos a una compresión tan enorme que sus electrones se separan del núcleo. En este estado, el hidrógeno se convierte en un metal.
He aquí, pues, un mundo con un núcleo esférico de hidrógeno metálico de más de 120.000 kilómetros de diámetro, cubierto por una capa de fango de hidrógeno de unos 11.000 kilómetros de profundidad, la cual, a su vez, está cubierta por unos 3..000 kilómetros de gas espeso. Pero esto no es todo. Según el espectroscopio (ese maravilloso accesorio telescópico que descompone la luz de los objetos celestes, permitiendo así analizar su composición), sólo el 78 por 100 de Júpiter está formado por hidrógeno. El helio comprende un 10 por 100, y el 12 por 100 restante es oxígeno, nitrógeno, carbono, silicio y aluminio, junto con hierro y otros elementos pesados, y adopta la forma de rocas y hielo.
Algunas personas han puesto con horror objeciones a cualquier plan de desmantelamiento de Júpiter. El planeta gigante, afirman, tiene una influencia mensurable sobre las órbitas de los otros planetas. Si se anula esa influencia, dicen, se destruirá la armoniosa mecánica del Sistema Solar. No saben qué efecto preciso tendrá la desaparición de Júpiter sobre la órbita de la Tierra alrededor del Sol, pero -me han dicho con un dedo amenazante, inevitablemente- habrá un efecto y nos destruirá. ¿Qué efecto?, pregunto yo. Ante esto confiesan su ignorancia de las matemáticas, pero insisten, algo misteriosamente, en que no se puede alterar la naturaleza en semejante escala sin pagar un precio terrible.
La respuesta es que la eliminación de Júpiter no tendrá ningún efecto apreciable sobre la órbita de la Tierra. El matemático y astrónomo lain Nicolson parece bastante seguro que no resultarán consecuencias drásticas. Júpiter es demasiado pequeño y está demasiado lejos de la Tierra para que su desaparición suponga la más insignificante diferencia para nosotros. Cinco veces más cerca de nosotros que Júpiter hay un cuerpo cuya masa es mil veces mayor: el Sol. El Sistema Solar debería describirse más bien como «el Sol más unos escombros». El Sol tiene una masa 333.000 veces mayor que la Tierra y contiene el 99,86 por 100 de toda la masa del Sistema Solar. Como señala Nicolson, ejerce una fuerza gravitatoria sobre la Tierra 16.000 veces mayor que Júpiter. Estas cifras parecen decisivas y eliminan cualquier sugerencia de que Júpiter sea esencial para el equilibrio interno del Sistema Solar.
¿Cuál será el método más eficiente para desmantelar Júpiter? Por eficiente quiero decir el método que logre su propósito en el tiempo más corto posible, con un gasto mínimo de energía y con el menor peligro para el hombre, distribuido como estará por la Tierra, la Luna, Venus y probablemente Marte, así como en innumerables ciudades volantes. «Es posible desmenuzar los planetas», escribió Dyson en 1966. Para demostrarlo, publicó un artículo explicando cómo se podría desmenuzar a Júpiter aun con los conocimientos científicos de hoy día. La obra, por este sistema, tardaría 40.000 años en completarse, e implicaría rodear las latitudes elegidas de Júpiter con cables metálicos hasta que la superficie del planeta estuviese alambrada como la bobina de un motor eléctrico. La energía solar, concentrada por enormes satélites reflectores, crearía a través de estos cables la tensión eléctrica suficiente p ara aumentar la velocidad de rotación del planeta hasta que las fuerzas centrífugas empezasen a desgarrarlo. Júpiter rota alrededor de su eje aproximadamente una vez cada diez horas. Si se acelerase esta rotación a un ritmo de una revolución por hora, las tensiones aumentarían hasta que la región que rodea el ecuador joviano se separara y se precipitara hacia el espacio a la velocidad de escape. A medida que aumentara aún más la velocidad de rotación, se desprenderían más partes. Lo que antes era un planeta sería un gran conjunto de satélites girando alrededor de un cuerpo solo ligeramente mayor que ellos.
Dyson no afirmaba que éste fuera el mejor método. Sólo deseaba demostrar que el desmantelamiento de Júpiter no era una imposibilidad básica y que se podía realizar. Su método de alambrado tiene dos importantes inconvenientes. Se tardarían 40.000 años (según los cálculos de Dyson) antes de poder obtener algún fragmento de materia útil. Es difícil imaginar una sociedad, por muy rica que sea, que invierta sumas importantes en una empresa que no reportará beneficios hasta cuatrocientos siglos después y, en cualquier caso, sólo se obtendrían 38 masas como la Tierra. Del resto de la masa de Júpiter, el 78 por 100, formado por hidrógeno, se disiparía, perdiéndose en el espacio con la eliminación de esa poderosa fuerza gravitatoria que lo había comprimido hasta convertirlo en metal.
Se necesita un método más eficiente que transforme hasta el hidrógeno en materia útil. Perplejo ante este problema, se lo consulté a lain Nicolson, y él me dijo que el único medio de hacer esto es a través del proceso de fusión termonuclear que se registra de modo natural en el interior de las estrellas. Nuestra discusión, al querer determinar hoy los mejores medios para construir una Esfera de Dyson, aspiraba a descubrir cómo se construirá cuando llegue el momento. Es probable que dentro de cuatro o cinco siglos seamos capaces de idear explosivos que harían añicos a Júpiter en cuestión de horas. Una bomba así, dicho sea de paso, requeriría una energía equivalente a 10,21 bombas de hidrógeno de cuarenta megatones cada una. Las dificultades estribarían en que, después de una explosión tan tremenda, los fragmentos de Júpiter se dispersarían por el Sistema Solar, y muchos recibirían una aceleración tal que saldrían disparados irrecuperablemente hacia el espacio interestelar. Otros volarían hacia el Sol. Interceptarían la órbita de la Tierra y quizá se estrellarían contra ella. El método de la explosión, por tanto, no sería beneficioso y sí peligroso.
Tendría poco sentido construir una Esfera de Dyson si la mitad de la población humana fuera a enfermar de leucemia a causa de los desechos industriales de su construcción. Nicolson ha resuelto esta dificultad sugiriendo que se deberá levantar una pantalla gigantesca, una especie de mini-Esfera de Dyson, alrededor de Júpiter m entras funcionen los reactores. Esta pantalla interceptará la energía solar para proporcionar el suministro de electricidad para los reactores. ¿Dónde podríamos obtener los materiales para construir esta pantalla, pues poco se puede extraer de Júpiter sin desencadenar una peligrosa radiación de onda corta? La pantalla no tiene que ser especialmente masiva. De hecho se puede construir bastante fácilmente a partir de una combinación de los más grandes satélites de Júpiter, Saturno y Neptuno, tres de los cuales son mayores que nuestra propia Luna, y uno de los planetas interiores. ¿Qué planeta interior? La cuestión se planteará con cierta ansiedad en esa época, pues la mayoría de ellos tendrán grandes colonias humanas. Por fortuna, hay un planeta que puede que nunca se ocupe permanentemente, pues su proximidad al Sol hace su superficie intolerablemente caliente. Es Mercurio, que está a sólo 58 millones de kilómetros del Sol y que tiene una masa cuatro veces mayor que nuestra Luna. Una serie de grandes explosiones de bombas de hidrógeno en puntos escogidos de la superficie de Mercurio podrá sacar al planeta de su órbita, y enviarlo describiendo una espiral hacia Júpiter. Una vez llegado a la órbita joviana, se podrá desmantelar bastante fácilmente este mundo rocoso y casi sin aire por el método del alambrado de Dyson o minando la superficie.
Con una atmósfera de dióxido de carbono mil veces más enrarecida que la de la Tierra y una velocidad de escape baja (4,8 kilómetros por segundo en vez de los 11,2 de la Tierra) no habrá dificultades para desmantelarlo rápidamente. Cuando la masa deshecha de Mercurio se haya sumado a las de los satélites gigantes de Júpiter, lo, Europa, Ganimedes y Calixto, junto con Titán de Saturno y Tritón de Neptuno, el resultado será una masa total del 16 por 100 de la de la Tierra. Esto será suficiente para disponer en torno a Júpiter una mini-esfera de Dyson que proteja a la Tierra y a los planetas interiores de las explosiones mortales de la radiación nuclear. La esfera protectora, que también se parece a una versión más espesa y más grande de los anillos de Saturno, girará en torno a Júpiter en la eclíptíca solar, de manera que oculte completamente Júpiter a los planetas internos. Esto se logrará más fácilmente si la esfera gira en torno a Júpiter a una distancia sincrónica, de manera que cada parte siempre coincida con el mismo punto de la superficie de Júpiter. Una órbita sincrónica significa una distancia de Júpiter de unos 60.000 kilómetros, y por eso hablamos de cientos de miles de objetos volantes libres que formen una media esfera con casi 260.000 kilómetros de diámetro y 800.000 kilómetros de circunferencia. Mientras tanto, a medida que se vayan extrayendo materiales para una esfera del tamaño completo, serán lanzados a través de las brechas de la mini-esfera y puestos en órbitas adecuadas alrededor del Sol.
Pocos siglos después de haber empezado esta obra, una esfera mucho mayor rodeará al Sol. Comprenderá decenas de millones de objetos volantes sueltos, que irán de varios centenares de mundos del tamaño de la Tierra a incontables planetoides industriales más pequeños. Pero siempre será deseable construir planetas del tamaño de la Tierra por lo menos con dos veces la masa de Marte, pues sólo así tendrán la suficiente masa para retener atmósferas externas respirables y vida vegetal autoabastecedora para aquellos que no deseen buscar más mundos exóticos en otros lugares de la Galaxia.
Próximo capítulo:
Si existe, al menos por ahora se desconoce la existencia de una ley que impida al hombre, en el curso de millones de años, ocupar y explotar nuestra galaxia entera de 100.000 millones de soles.
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