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1876-1976: un siglo sin fueros

Se cumple ahora un siglo de la ley del 21 de julio de 1876 que, recién terminada la segunda guerra carlista (el pretendiente había abandonado España, por Valcarlos, en el mes de mayo anterior), desmanteló los sistemas forales de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya, según es sabido y he tratado de explicar recientemente en estas mismas columnas. (Véase EL PAIS de 19, 20, 2 1, 22, 23 y 25 de mayo de 1976) Fue esta una medida (le represalias, por el partido que la mayoría de los habitantes de dichas provincias habían tomado en aquella contienda; del mismo modo que el decreto-ley del 23 de junio de 1937, por el que se arrebató a Guipúzcoa y a Vizcaya la foralidad residual aún subsistente después de la ley de hace cien años (y que perdura todavía en Alava), fue a su vez una medida de represalias, por el partido que las fuerzas políticas dominantes en ambas provincias habían tomado en la guerra civil iniciada un año antes.Resulta paradójico y, en buena medida, escandaloso el que, a raíz de la victoria de abril de 1939, lograda gracias a la cooperación decisiva de los carlistas de nuestro siglo, no se levantara a las provincias Vascongadas el castigo que se les impuso por haber sido mayoritariamente carlistas en la pasada centuria. Tanto más, cuanto que recientemente se ha iniciado una operación que, mediante la instauración de un «régimen administrativo especial» en Guipúzcoa y en Vizcaya, parece que aspira a desvirtuar las medidas vindicativas de 1937. Si, al cabo de casi cuarenta años, se piensa en las alturas del poder central que va siendo hora de acabar con esta situación, ¿qué decir, entonces, de la que, afectando igualmente a Alava, dura desde hace cien años? Un siglo de represalias, ¡ya está bien! Sobre todo, si se tiene en cuenta que, por constituir una violación unilateral del pacto foral, que nunca ha sido aceptado por Alava, ni por Guipúzcoa, ni por Vizcaya, la situación resultante de la vigencia de la ley de 1876 carece de legitimidad histórica y no podrá jamás constituir la base sobre la cual se asienten unas relaciones estables y normales entre las Vascongadas y el poder central.

La hora de crisis y de reforma de las estructuras políticas, que actualmente estamos viviendo, será un momento estéril de la historia española si no es también la hora de la reconciliación entre los ciudadanos. Y esta reconciliación tiene que hacerse, entre otros terrenos, en torno a los problemas que ha suscitado el' desaforado centralismo practicado desde hace muchísimos años.

Por lo que a Vasconia se refiere, es inútil querer disimular los gravísimos peligros que encierra el ambiente explosivo (llamemos a las cosas por su nombre) que en esta región se respira, muy especialmente en Guipúzcoa. No es sólo la actividad criminal de los terroristas: la de los de ETA (duramente reprimida, aunque con mediocres resultados) y la de los del pretendido antiterrorismo (impune hasta la fecha); es además, la desmoralización creciente de la opinión pública en una sociedad donde la violencia ha echado raíces; la dificultad cada vez mayor del diálogo en unos debates en los que las motivaciones irracionales y los apriorismos dogmáticos ganan cada día nuevas posiciones, de modo que el enfrentamiento de las ideologías degenera rápidamente en gresca de sectarismos.

En tales circunstancias, el reconocimiento expreso, en primer lugar, de la vigencia, en el marco del nuevo derecho público español, de los pactos forales de la Corona con Navarra, con Alava, con Guipúzcoa y con Vizcaya; y en segundo lugar, de la necesidad de revisar y actualizar esos pactos con miras a su integración en el orden constitucional del Reino -una vez aprobados, naturalmente, por cada una de las cuatro entidades interesadas-, podrá parecerles a algunos signo de debilidad y concesión desmesurada en aras del apaciguamiento; pero la verdad es que constituye el gesto político más hábil y más certero -por atacar el mal en su raíz misma-, de cuantos podrían realizar quienes hoy asumen la responsabilidad de gobernar España. Una declaración solemne en ese sentido, formulada desde la cumbre del Estado y seguida de medidas concretas que sean otras tantas pruebas de una voluntad política determinada, tendría efectos muy beneficiosos. Han sido la instauración del centralismo a fines del siglo XIX, y su exacerbación a lo largo del XX, las que -más que ningún otro acontecimiento-, han provocado, primero el brote del nacionalismo vasco, y más tarde su sublevación. No se trata de ceder ante esta última, sino de privarla de toda explicación, de toda razón de ser, de todo pretexto, en lugar de seguir alimentándola, como hasta ahora, con el agravamiento de la centralización y con una represión que, a falta de medidas políticas, sólo conduce a callejones sin salida.

«¡Algo grande muere hoy en España!» exclamó Castelar al concluir la sesión de Cortes en que se aprobó la ley, inhábil e injusta, que ahora cumple cien años. Y la verdad es que no sólo Vasconia, sino España entera, ha cargado con la gravosísima herencia de tan desdichada medida. Bastantes estragos ha hecho ésta, en cien años de vigencia, para que sea ya urgente derogarla. Me atrevo por eso a reclamar -y estoy seguro de que cientos de miles de vascos están dispuestos a suscribir mi reclamación- que se haga sin tardanza, por quien debe hacerla, la declaración solemne a que acabo de aludir: gesto de conciliación a la vez que enmienda de un grave yerro, llamada a ser punto de partida de una tarea que -no nos hagamos ilusiones- no será fácil, ni sencilla, ni breve; pero que es, probablemente, la única capaz de prepararle a Vasconia un futuro de justicia, de libertad y de paz ciudadana, cuyos beneficios se desparramarán, sin duda alguna, por todo el resto de España.

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