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Reportaje:Irlanda, entre el subdesarrollo y la violencia / 1

Una colonia en el Mercado Común

Durante los ocho siglos de control británico, Irlanda funcionó como todas las colonias: exportando materias primas y abundante y barata mano de obra, y ,consumiendo productos manufacturados «made in England». La relativa autonomía alcanzada por la isla a finales. del siglo XVIII, con el Parlamento de Grattan y Flood, coincidió con un intento de desarrollo económico propio que obtuvo algunos éxitos iniciales, pero el«Acta de Unión» de 1801 -que devolvía al Eire al seno del Reino Unido- puso fin a cuantas industrias habían empezado tímidamente a competir con las empresas británicas. Cuando los Veintiséis Condados de la República de Irlanda estrenaron -su independencia, tras el tratado anglo-irlandés de 1921, el nuevo país contaba con una agricultura empobrecida por el minifundio (Inglaterra había cedido títulos de propiedad a los campesinos irlandeses para frenar su alianza con la clase obrera y para debilitar a su propia aristocracia terrateniente), importantes yacimientos de zinc y plomo en manos de compañías británicas, ausencia total de industria pesada, cierto desarrollo de la artesanía y una tierra generosa en bellezas naturales como únicos recursos.La alta burguesía, que había conseguido alzarse con el poder gracias al apoyo británico en el momento de la firma del tratado, no quisieron saber nada de capita-económicos ingleses; la pequeña burguesía se conformó con la independencia formal y la creación de pequeñas industrias familiares; los nacionalistas xenófobos no quisieron saber nada de capitalismo, economía o negocios, cuestiones que seguían asociando con Gran Bretaña, y fuente, por tanto, de todos los males irlandeses, y se enorgullecían de los hermosos paisajes de la isla sin deteriorar por chimeneas de fábricas o nuevos bloques de viviendas; los militantes republicanos, los que habían luchado contra Inglaterra por una Irlanda mejor, siguieron al IRA, que concentraba sus esfuerzos en la liberación del Ulster. El neocolonialismo no fue, pues, más que la transformación lógica del colonialismo tradicional, y su implantación o, mejor dicho, su prolongación apenas costó 800 muertos, balance de los dos años de enfrentamiento -que nunca llegaron a ser auténtica guerra civil- entre los firmantes del tratado con Londres y los partidarios. de seguir la lucha hasta la independencia real y total de la isla.Inversiones extranjeras. Durante estos cincuenta largos años, los intentos de levantar auténticas industrias nacionales han sido pocos y tímidos, y no se ha conseguido más que la creación de sociedades semiestatales que pronto han empezado a mostrar sus fallos: conflictos laborales permanentes en la ESB (Red Nacional de Electricidad); déficit crónico en la CIE (Compañía Nacional de Transportes), debido a sus incontroladas inversiones en líneas ferroviarias sin ninguna rentabilidad económica, y crisis en la Aer Lingus (Líneas Aéreas Nacionales), por su participación en la construcción de lujosos hoteles y exclusivistas clubs de campo con el dinero del contribuyente medio, que jamás se verá beneficiado de ellos. Las « nacionalizaciones » no han ido más allá, y el mejor exponente del «desarrollo industrial» irlandés siguen siendo las cervezas Guinnes o las galletas Jacobs, productos que, junto con los multicolores carteles de la Oficina Nacional de Turismo, constituyen la «presencia» irlandesa en el mundo.Ante la inviabilidad de una política autárquica y la inactividad de la iniciativa privada, el Gobierno se decidió por la «apertura», y en 1961 el primer ministro Sean Lemass inauguraba una nueva política económica, consistente en un tratado de libre cambio con Gran Bretaña y varios acuerdos con Irlanda del Norte. El tratado suponía la reducción de las tarifas aduaneras y la libre circulación de capitales entre ambos países. A partir de ese momento, las inversiones británicas en Irlanda han sido mayoritarias y dirigidas a las esferas de más rápida rentabilidad. El deseo de atraerse a los capitales que acabaran con el estancamiento de la economía, indujo al Gobierno a establecer una total desgravación fiscal durante los diez primeros años de actividad para todas las inversiones extranjeras en el país. Las consecuencias han sido una inversión masiva, la obtención de unos beneficios -que revierten en los países de origen y un fuerte control de la economía nacional por parte de las grandes empresas multinacionales, que con frecuencia ponen en peligro la independencia de las decisiones gubernamentales.

n buen ejemplo de esta creciente autoridad de las compañías multinacionales es la presión a que fue sometido el Ministerio de Industria en 1971 para que revocara su decisión de no prolongar el arrendamiento de la mina de Navan (uno de los yacimientos de zinc y cobre más importantes del mundo) a la empresa TARA, de capital canadiense, que había venido explotándola hasta ese momento. La compañía amenazó al Gobierno con ordenar a sus filiales, encargadas de la extracción de mineral en otras minas del país, la paralización de sus actividades y el despido de todo el personal. Ante las graves consecuencias que esa decisión podría tener en un país con el porcentaje de paro más alto de Europa, el ministro de Industria cambió su decisión en veinticuatro horas y renovó el arrendamiento a TARA.Al Mercado Común sin opciónA todo esto hay que añadir la interconexión del sistema financiero irlandés con el británico, que reduce a la libra irlandesa a símbolo de una independencia más ficticia que real, al estar sometida a los altibajos de la libra esterlina y a la política monetaria de Londres, a pesar de la enorme diferencia económica entre ambos países. En este aspecto, el ciudadano irlandés cobra conciencia fácilmente de la situación de inferioridad en que se encuentra: los billetes y las monedas con la imagen de la reina Isabel circulan libremente por el país; si mañana el Gobierno de la República dejara de emitir dinero, no pasaría nada, las libras esterlinas y los peniques británicos bastarían para hacer funcionar el intercambio comercial irlandés.A los diez años del tratado de libre cambio con Gran Bretaña, Irlanda se ha visto en el Mercado Común Europeo, arrastrada de nuevo por la, interdependencia de su economía con la del Reino Unido. Las consecuencias de esta nueva aventura económica todavía no se pueden evaluar en toda su extensión. El Partido Laborista se opuso a la adhesión, asegurando que la competencia europea barrería ciertas industrias irlandesas, con el consiguiente aumento de la tasa de desempleo. El Gobierno, en cambio, prometió más de 100.000 nuevos puestos de trabajo en su campaña a través de la integración, rematada por una afirmación que reflejaba el tradicional fatalismo: «Si Inglaterra entra, nosotros debemos entrar también.» Del referéndum salió un sí con abrumadora mayoría, convirtiendo a Irlanda en miembro de pleno derecho de la Europa de los nueve, codo con codo con las grandes potencias industriales, a pesar de su subdesarrollo crónico.

Aunque el 83 por 100 de los votos fueran favorables a la entrada en el Mercado Común, al irlandés medio no le importa demasiado que su país esté o no en la Comunidad Europea. Votó a favor del Gobierno más por indiferencia que por convicción, porque el irlandés aprendió hace ya mucho tiempo que con fronteras abiertas o con fronteras cerradas, su única posibilidad es la emigración. Veinticinco millones de «eirish-american» en los Estados Unidos dan testimonio suficiente de esta huida masiva de la isla en un pasado todavía reciente. Casi un millón de trabajadores irlandeses en el Reino Unido -salidos de un país cuya población total es de tres millones de habitantes- muestran que la necesidad de emigrar permanece.

Fuga de cerebros y de brazos, pues la endeble sociedad irlandesa no puede absorber ni licenciados ni empleados ni obreros. Emigrantes definitivos que ya no regresarán más que en vacaciones, que organizan comunidades irlandesas en Glasgow, en Boston o en Sydney para mantener un nacionalismo capaz de resistir derrotas y distancias.

Próximo capítulo: « Los herederos del pasado ».

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