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Tribuna
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La renuncia a la presentación de obispos

El marqués de Mondéjar, en nombre del Rey, ha llevado un mensaje personal al Papa Pablo VI. Y lo entregó en audiencia especial concedida al jefe de la Casa de Su Majestad.Todo ello haría presentir que el mensaje era importante y quizá decisivo. Pero su contenido hasta anteanoche no se supo. Yo mismo estuve horas antes con un obispo amigo, buen conocedor de los asuntos eclesiásticos, y no sabía nada. Señal del secreto con que se ha llevado el asunto.

Sin embargo, todos sospechábamos que no podía ser cosa baladí. Como realmente no lo ha sido al leer la prensa del viernes: el Rey renuncia a utilizar el privilegio de presentación de obispos.

Era esta una de las cuestiones más espinosas en las largas y difíciles conversaciones mantenidas ante el Estado español y la Santa Sede, para renovar el Concordato que, firmado en 1953, a los veinte años se habrá vuelto totalmente anacrónico.

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En 1941 el Papa Pío XII accedió -a pesar de sus reticencias con el franquismo- a una decisiva intervención del jefe del Estado en el nombramiento de obispos, que ha marcado muy negativamente el signo de nuestro episcopado durante los cuarenta años de posguerra civil.

Primero formaban una lista de nombres el ministro de Asuntos Exteriores y el Nuncio de Su Santidad. Si no se llegaba a un acuerdo no había lista previa ni prosperaba -por tanto- el nombramiento de nuevo obispo. Y suponiendo que prosperase, se enviaba a Roma para un último retoque que no modificaba sustancialmente el acuerdo primero. Así, el Papa enviaba a Franco la terna definitiva, de la cual elegía éste a uno de los propuestos para obispos. Y elegido por Franco, Pablo VI le nombraba obispo residencial.

Este procedimiento abocó a la situación -triste situación- que todos hemos conocido: una jerarquía eclésiástica muy nacional-católica primero, y muy complaciente después con el régimen franquista. Pero nunca una Iglesia independiente. Y cuando se quiso dar un paso adelante, nos quedamos con numerosas vacantes de obispos sin cubrir, como ocurre ahora.

El país, en su avance hacia el claro deseo de una situación democrática, se ha sentido muy incómodo con esta postura de hace años de dominio del clero nacional-católico por un lado y de dominio civil en cuestiones religiosas por otro. La prueba está en que el Concordato firmado en 1953 era una camisa de fuerza puesta a la legítima independencia de las cosas temporales, proclamada por el Concilio Vaticano II, y a la autonomía de lo religioso que no puede aceptar mediatizaciones coactivas de ningún poder terreno. Todavía el 2.º principio del Movimiento Nacional lleva la marca de esta situación equívoca y -desde luego, inconciliable, en mi opinión- con el Concilio: supone -y suponía sobre todo hasta hace poco- una implicación de las leyes a la Iglesia en la legislación civil, con todos los problemas discriminatorios de los ciudadanos que no aceptan a la Iglesia. Idea propia de épocas de cristiandad, pero no de nuestra época de secularización proclamada por el Vaticano II.

Y el nombramiento de obispos, con intervención decisiva del jefe del Estado, correspondía también a aquellas situaciones de épocas pasadas en que lo civil y lo eclesiástico se confundían lamentablemente en amalgama incomprensible para una mente moderna.

Por eso hay que alabar el gesto del Monarca español de renunciar al uso de tan anacrónico privilegio. Lo que hace falta es que ahora el Gobierno estructure jurídicamente en forma eficaz tal decisión, como le ha pedido don Juan Carlos a aquél; y no nos encontremos tiempo y tiempo con un propósito excelente que no tiene un cauce de efectividad suficientemente adecuado. Por eso, creo yo, que no puede contarse con los organismos legislativos que pueden entorpecer o frenar tan amplia y acertada decisión, sino simplemente actuar el Gobierno directamente y en la forma más coherente con esta decisión superior.

Este primer paso tan importante, que supone un gesto acertado en las nuevas relaciones entre la Iglesia y el Estado, debe ser el punto de partida para una nueva época de modernización en la línea de una total independencia entre una y otro. La Iglesia debe acoplarse a la legislación general del país, sin pretender unos privilegios; y el Estado no debe tampoco pretender por su lado situaciones que conduzcan a una dependencia enojosa de la Iglesia y de lo religioso en general.

Que hoy sean todavía necesarios algunos acuerdos parciales de temas inciertos, como se hace en algunos países, puede ser un comienzo de superación de los estrechos lazos mantenidos hasta ahora entre Iglesia y Estado, que han sido perjudiciales para la digna independencia de ambos. Pero el ideal sería que la Iglesia gozase cuanto antes de una libertad total en su campo, y al Estado le ocurriera lo mismo en el suyo. Y que este último estructurase en forma satisfactoria los derechos humanos básicos, y con esta estructuración -sin más acuerdos- le bastase a la Iglesia Católica (y a toda Iglesia o movimiento religioso) para cumplir su espiritual misión. Esa es la pretensión que tenemos para un futuro (que queremos esté lo más cercano posible) muchos españoles.

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