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Tribuna
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La lucha de las investiduras

La renuncia del Rey de España al privilegio de presentación de obispos rompe una tradición secular de la cristiandad española, ya inviable sin embargo en el mundo moderno en que las cristiandades han desaparecido como tales y la Iglesia, lo mismo que el Estado, reivindican su independencia y libertad, y abre una nueva etapa en sus relaciones.Los monarcas españoles, por razones históricas conectadas a un pasado de simbiosis político-religiosa, han venido gozando desde fines del siglo XV de ese privilegio de presentación de obispos. La II República española no lo utilizó ni hizo valer, pero después de 1939 el privilegio fue de nuevo reconocido al Jefe del Estado y se explicitó en el Concordato de 1953. Mejor o peor ha venido funcionando un poco como reliquia histórica y seguramente un mucho como control del Estado sobre la Iglesia, a la que en contraprestación se concedió en aquel Concordato toda una serie de privilegios que hoy nos parecen a todos -incluida la misma Iglesia- algo excesivos. El Vaticano II hizo suya la vieja fórmula del catolicismo liberal que Pablo VI, antes de subir al Pontificado, citó en vísperas del Concilio en el Ayuntamiento de Roma como un preanuncio de lo que la doctrina del Concilio sería a este respecto: « La Iglesia libre en el Estado libre».

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La experiencia histórica había mostrado a esta Iglesia que la intervención del poder temporal en la designación de sus pastores, si siempre resultaba lesiva para los intereses religiosos confundidos con los temporales hasta el punto de que los obispos venían a ser, como se decía de los prelados franceses de tiempos de Napoleón, prefectos de violeta, o sea, gobernador vestido de ropas talares de ese color, ahora era intolerable. La Iglesia afirmó en el Vaticano II que no deseaba privilegios de ninguna clase y ni siquiera tenía un específico interés en defender a ultranza la confesionalidad de un Estado, pero a la vez invitó a los Jefes de Estado de aquellos países en que el privilegio de presentación estuviera vigente a que renunciaran a él, porque la Iglesia tampoco quería ni dar la sensación siquiera de estar enfeudada al poder temporal y reclamaba por el contrario para sí el derecho de pronunciarse críticamente frente a las realidades socio-políticas concretas en un determinado momento. La Jefatura del Estado en España no renunció sin embargo y la provisión de sedes episcopales ha estado en los últimos años resistiéndose, de las tensiones que ha habido entre Estado e Iglesia, ya que el Estado se ha mostrado muy celoso de ese su privilegio y no siempre le ha sido posible a la Santa Sede nombrar nuevos obispos bajo el expediente de obispos auxiliares con derecho a sucesión.

La renuncia del Rey, pues, en cuanto se instrumentalice jurídicamente, va a suponer por lo pronto el arreglo inmediato de esa ya preocupante cuestión de provisión de diócesis vacantes, pero además va a ser el signo externo de que la Iglesia no se mueve en los aledaños del poder ni es cierva sumisa del mismo: una sensación que la Iglesia de este país necesita ciertamente dar de manera urgente y en volumen notable. Ahora es necesario que la Iglesia española y Roma, que sin duda cancelan hoy en nuestro país algo así como el último episodio de la lucha por la no investidura laica de la función de pastor de almas, responda a su vez con la misma generosidad que lo ha hecho el Monarca español, renunciando a múltiples privilegios legales que ya no tienen sentido y sólo hacen que perjudicar su prestigio y su carácter específicamente religioso.

El Estado español da un paso con esta determinación real hacia una sana laicidad y la Iglesia recupera su libertad: no es más que el cumplimiento de la teología del Vaticano II y de la voluntad de la mayoría de los españoles, pero no es nada menos que esto y esto ha sido una pesadilla que venía envenenando las relaciones Iglesia-Estado y confundiendo ámbitos temporales y espirituales en un país como éste que tanta necesidad y premura tiene en diferenciarlos. Quizás mayor que otro alguno.

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