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Crítica:La «otra» gastronomía
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

"Huertas": treinta duros, menu y limpieza

Si por el paseo del Prado viramos después del pétreo edificio de Sindicatos, más allá de la plaza de Platerías de Martínez, y subimos por Huertas, atravesando la calle de la Berenjena y la de Jesús, al poco encontraremos una zona de mesones y casas de huéspedes, con calzadas estrechas y buhardillas, niños de vacaciones y mujeres con carritos llenos de compra y bolsos huecos de monedas.El restaurante Huertas acoge detrás de su escaparate simple las medias lunas doradas de los flanes, embutidos en recipientes estañados, o los vinos tintos negros de botella oscura, o los espárragos erguidos de punta nudosa, o las uvas alegres de verde brillante, o los mazos rojos de carne prieta y blanca que luego, dentro, podrán tomarse despacio, tras juguetear unos minutos con el cuchillo sobre el mantel impecable, limpio.

Hubo un tiempo en que los macarrones bañados de tomate costaron ocho pesetas, pero aquellos fueron otros años. Hasta 1969, muchos de los turistas que visitaban el Prado mediaban su visita en estos restaurantes de plata parca y dieta gruesa, pero la rampa de los precios alejó a casi todos de su cuesta; son ahora funcionarios o periodistas, parejas que luego acudirán al cine o viajeros alojados en las fondas cercanas los que componen su clientela, regularmente superior a la centena y media de comensales. Los platos más solicitados como primeros suelen ser las judías verdes del tiempo con jamón, los macarrones y las patatas con carne, además de las alcachofas rebozadas, y las acelgas regadas de aceite picado de ajos ennegrecidos en la sartén. Al segundo se penetra por un pescado frito, gallo, Ienguado o pescadilla, tal vez un potente medallón de merluza y, en ocasiones, 175 pesetas de langostinos.

Precios medios

De las carnes, por 70 pesetas se puede comer una buena pechuga villeroy, o medio pollo al ajillo, o el discreto escalope de vaca. Con frecuencia se solicitan chuletas de cerdo o filete, de cebón, 80 ó 90 pesetas. Veinte más cuesta, el plato de sesos rebozados; 120 las chuletas de cordero, y hasta 175 el chuletón de ternera y el solomillo. Ahora, en verano, el gazpacho tiene buena audiencia, con tomate, pimientos, pan, aceite de oliva y cebolla, todo pasado.

Con él como llave se abre una gama variada de platos del día, que se diversifica según las estaciones pero que conserva algunos hitos durante todo el año. Uno de ellos -las berenjenas- se pide con asiduidad, lo mismo que el champiñón con jamón o con el travieso ajillo, cuyo amargor se queda luego en los paladares para ser amortiguado suavemente con un postre dulce. También ahora se puede simultanear la comida mediante una ensalada especial, 45 pesetas, con aceite de oliva, lechuga verde transparente, tomate, pepino, cebolla y bonito.

No se descuidan los postres, generalmente de precios elevados pero surtidos. El flan al caramelo, 20 pesetas adornado por las guindas relucientes, 40, o con nata y helado, tarta helada, a 45 pesetas, y por un duro más los desafiantes fresones gordos, templados por sólidos copos de nata; el postre por excelencia, la copa de la casa, lleva de todo, helado de vainilla o caramelo, melocotón en almíbar, además del flan, las guindas y la nata. No obstante, la fruta ahora revela su entraña rica en la sandía, zumosa y repleta de ruidos cortos mientras se come; en el melón dulcísimo, por 25 pesetas, y en temporada puede paladearse la carne de las chirimoyas, tan apretada y tierna.

El vino de la casa, la media botella cuesta 18 pesetas, y 40 un valdepeñas que cumple, y 20 más la jarra nutrida de la sangría, donde flota a medias el limón, detrás de las gotas del cristal.

Restaurantes como éste se caracterizan, además de por sus precios medios, trepando algo más lentos que los del mercado, por el trato afable de la cocina y los camareros, cuyo objetivo primordial consiste en lograr el grado de limpieza que el madrileño exige allá donde come.

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