La vuelta de los buenos y los malos
El mundo del cómic español atraviesa una de las peores etapas de su historia reciente, desde el punto de vista de los autores, con una invasión arrolladora de productos extranjeros y reediciones, que copan casi todas las revistas existentes, con lo que el profesional queda relegado a una situación económica ínfima, o se ve obligado a emigrar al extranjero -moralmente, se entiende- ya que los dibujos se pueden mandar por correo si quiere sobrevivir. Esta situación penosa coincide con uno de los mejores momentos estéticos de este medio de comunicación en España, lo cual es mucho más insostenible. Volver a editar ahora los cuadernos de aventuras de El cachorro, popular personaje infantil de los cincuenta, no es, pues, algo inocente, sino un acto deliberado, cuyo único alcance es la comercialidad, ya que, desde otro punto de vista, el producto resucitado es indefendible. Su autor -al menos en las imágenes, ya que no consta, como es costumbre, el nombre del guionista- fue G. Iranzo, prolífico dibujante de hace unas décadas, que a veces firmaba Iribarren, al que los aficionados recordarán por trabajos como el Capitán Coraje y multitud de episodios en Leyendas y Chicos, en la década de los cuarenta.
El cachorro es fiel a los imperativos comerciales de su última época, convertida por esas mismas razones en la menos atractiva de su carrera. La acción incesante desarrollada en un grafismo muy marcado, que no deja lugar a dudas ni permite ninguna clase de primores, es el único motor de unas aventuras elementales, cuyo único interés es sociológico y ético. Este personaje alcanzó en su momento -mediados de los años cincuenta- una cierta popularidad que, a no dudarlo, ha sido la clave de su vuelta, y su público era decididamente infantil, lo que nos obliga a detenemos, especialmente en estas obras -ínfimas, si se quiere, desde perspectivas más ambiciosas, pero muy significativas a otros niveles- que han condicionado la educación moral de bastantes millones de pequeños españoles.
Tensiones
El universo, creado, por un artis ta, lo quiera o no, recoge las tensiones del ambiente sociopolítico en que se mueve. Aunque no lo pretenda, sus realizaciones se convierten en espejo de unos modos de vida que regulan su conducta y la de sus lectores. lranzo no era una excepción a esta regla, sino todo lo contrario. En sus páginas encontramos un mundo claramente dividido en buenos y malos, con una transparencia y claridad que pocos -autores llegan a alcanzar. Sus dibujos no tienen medias tintas ni gamas intermedias. Los personajes buenos -bellos, fabricados en serie, inexpresivos, de raza blanca, exactamente iguales entre sí, como salidos de una misma matriz genérica- se oponen a unos malos completos, absolutos, perfecta encarnación de los vicios más abyectos y censurables. Los malos suelen tener varios dientes de menos, andan encorvados y acechan en la oscuridad a las virginales doncellas, cuyos ángeles de la guarda consiguen preservar su castidad mediante sutiles artificios. En el mundo de este dibujante -sean cuales fueren los guiones que ilustrara- hay una radical separación maniquea entre dos bandos irreconciliables. Las madres de los buenos los paren -tras santo matrimonio- integérrimos y beneméritos hasta su fallecimiento, siempre en nobles ocasiones, especialmente en los campos de batalla. Envejecen mediante un simple cambio de coloración de los cabellos, pero conservan sus facciones dignas y compuestas, ni se encorvan ni engordan. Las madres de los malos engendran ya hijos, malditos, malévolos infantes sucios y procaces, destinados a ser exterminados por el otro bando.
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