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Tribuna:
Tribuna
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La rebelión de los bufones

Por segunda vez, en un período de tiempo relativamente breve, han cerrado los teatros de Madrid. Primero fueron los actores. Ahora se trata de maquinistas, electricistas y utilleros. A la toma de conciencia de los antiguos bufones sucede la de la viejísima tramoya. El espectador descubre que pasan cosas en el teatro, una institución de apariencia servil que, súbitamente, se encrespa y busca su sitio. Los actores se manifiestan, se solidarizan, firman declaraciones y se comprometen. Es la rebelión de los bufones y la sociedad, a trancas y barrancas, acaba entendiéndolo. ¿Y ahora? Esta tramoya, siempre oculta, siempre silenciosa, jamás aplaudida, nunca visible, tramoya suele ser, en el lenguaje común, un vocablo peyorativo. ¿Existe todavía? ¿Qué es? ¿Qué significa?Con los teatros mudos quizás sea buen momento para reflexionar y decir esta primera cosa, tan diáfana: sin tramoya, apenas hay teatro. Sin tramoya, apenas hay representación. Sin tramoya, por supuesto no puede haber espectáculo. Me explicaré un poco. Los hechos teatrales tienen una gramática bastante peculiar. En general, el lector puede regular su de comprensión con arreglo a su ritmo biológico o intelectual; puede avanzar y retroceder; puede marcar un compás de trabajo a sus emociones y sentimientos. Al espectador, tales ritmos le son dados muy rígidamente El creador teatral selecciona la velocidad que le conviene, rige la abundancia de sus avisos emocionales, ea y calcula el interés por los detalles y controla la potencialidad sentimental de la audiencia, a quien, además, está obligado a desalojar de su tranquilidad personal para integrar en un grupo real capaz de asumir cierta representación del medio social a quien se dirige la obra. La majestad teatral proviene de la existencia de ese núcleo problemático y delicado -los intérpretes- que se incrusta entre la palabra y su destinatario, ampliando gravemente el fenómeno de la comunicación.

Una representación va más allá del ejercicio de poder de la palabra.

Conciencia espectadora

La voluntad concreta de un autor se ejerce, también, en unas instancias complicadas de gestos, silencios, presencias, agrupaciones, trajes, colores, grupos, luces y decorados. La conciencia espectadora es, naturalmente, sensible a la estimación de los grados y matices sonoros de la voz humana. Pero una representación tiene que reabsorber, trabajosamente, cuanto puede existir de individual en el solo para acumularlas armonías de las otras voces y someter el todo a una ley temporal. No se trata de decir que una representación es un concierto. Una representación es la forma imperativa en que unas ideas se convierten en hechos: hechos visuales -el movimiento, la mímica, la composición, la gesticulación, el empleo de las luces y las sombras, el color, la decoración y el vestuario-, conectados con las leyes estéticas de la danza, la pintura y la escultura; hechos sonoros -la intensidad narrativa, el análisis de caracteres, la expresión verbal, la música, la entonación, los efectos acústicos y el ritmo vinculados a las teorías de la novela, la música, la oratoria y la poesía.La manipulación lógica de estos elementos confiere al autor de teatro una superlativa libertad. Mejor o peor usadas, todas estas líneas de comunicación están abiertas entre el escenario y el público. La forzosidad de su presencia permite la obra mayor o el barullo demencial. No son solamente puentes tendidos para un reparto de la actividad del escenario; son los mimbres imperativos con que el autor concreta y perfecciona su pensamiento dramático. Escribir en verso o en prosa, utilizar el tono trágico o los ligeros términos de la comedia, conceder la primacía a lo que se ve o a lo que se dice, es ejercitar la soberanía creadora. Convertir la idea en un repertorio eficaz de visiones y sonidos en una necesidad teatral. La abstracción ideológica está limitada por la presencia de unos cuerpos reales y vivos. El naturalismo está condicionado por una pretensión genérica y, en cierta medida, universalista. Una obra teatral, hoy, como en tiempos de Aristóteles, es una acción.

En esta tesitura, la actividad teatral queda influida por la necesidad de que el autor preste oído a la cambiante sensibilidad del público, en quien unas veces predominan las posiciones intelectuales y otras los misterios de la emotividad. Una indagación serena, volcada sobre la historia secular , descubre que el verdadero teatro ha producido efectos muy varios: escapadas, incitaciones, diversión, placer, liberación de energía. Desde su nacimiento trajo el teatro consigo, como deber anejo, una cierta manera de contemplar la sociedad. Es decir: una petición de juicio, que no se satisface con el mero estremecimiento provocado por el personaje o la situación, sino que vulnera la inteligencia espectadora y la obliga a resonar, de alguna forma, aprobando o rechazando la vibración sentimental. Si hay un vacío de la inteligencia, si en socorro de los personajes en acción no vuela un torbellino personal de ideas, juicios, deseos y razones, el teatro ha fracasado en la más noble de sus pretensiones: ser el vendaval que sacude la intimidad y nos obliga a pasar del estado de calma, al estado de alerta.

Impulsos

Para que este ademán ascendente de la inteligencia espectadora llegue a su diana, es preciso que lo impulse la tramoya, toda una graciosa colección de virtudes que andan resumidas en una palabra de cierta capacidad relojera: la palabra teatral. Término de apariencia humilde, término sospechoso en nuestra época, que encierra en su integridad el hecho enorme de que el teatro, todo el teatro, incluso el naturalista, incluso el realista, incluso el fotográfico, exige un aparato creador de algo que no es la vida, sino su imitación.

Teoría Dramática: el teatro documental

Durante varios meses de los años 1964-1965, un observador anónimo, Peter Weis, asistió en Frankfurt a un proceso relacionado con los genocidios de Auschwitz. Sin otra materia que las actas del proceso, Weis, construyó Die Ermittlung -La indagación-, oratorio en once cantos que mostró las asombrosas posibilidades teatrales que contienen los datos históricos. Posteriormente elaboró su teoría. Es esta:«El teatro documental es un teatro de reseña. Procesos verbales, cartas, cuadros estadísticos, comunicados de bolsa, presentaciones de balances bancarios e industriales, comentarios gubernamentales, alocuciones, entrevistas, declaraciones de personalidades relevantes, reportajes periodísticos o radiales, fotografiados o filmados, y cualquier otra forma testimonial del presente, forman la base de este tipo de espectáculos. El teatro documental no admite invención alguna; hace uso de un material documental auténtico y lo difunde a partir de la escena, sin modificación de su contenido, simplemente estructurando la forma. A diferencia de las incoherentes informaciones que nos asaltan a diario por todas partes, se presenta en escena una selección convergente hacia un tema preciso, en la mayoría de los casos de carácter social o político. Esta selección crítica y el criterio que rige el montaje de los datos reales garantizan la calidad de esta dramaturgia de los documentos.

El teatro documental es, pues, un elemento de la vida pública tal como nos es presentada por los medios de comunicación masiva. Puede precisarse la tarea de este teatro documental con un repaso a los niveles críticos:

a) «Crítica de los camuflajes». Los comunicados de prensa, radio y televisión, ¿están orientados según la óptica de los grupos de intereses que disfrutan el poder? ¿Qué se nos oculta? ¿A quién sirven las exclusivas? ¿Qué círculos sacan ventaja de este camouflaje, de estas alteraciones o de la idealización de algunos fenómenos sociales determinados?

b) «Crítica de las falsificaciones de la realidad». ¿Por qué se hunden en el olvido algunos personajes históricos, algunos períodos o, incluso, algunas épocas completas? ¿Quién, por lo tanto, refuerza sus posiciones propias eliminando otros hechos históricos? ¿Quién extrae beneficio de la alteración consciente de fenómenos sociales memorables y destacables? ¿Qué capas de la sociedad están interesadas en mantener disimulados algunos acontecimientos históricos? ¿Cómo se manifiestan las falsificaciones que pueden afectar a tales grupos? ¿Cómo son recibidas esas alteraciones?

e) «Crítica de la mentira». ¿Qué efectos puede producir una mentira histórica determinada? ¿Cómo puede clarificarse una situación contemporánea basada en mentiras? ¿Qué dificultades pueden esperar los buscadores de la verdad? ¿Qué fuerzas y organismos influirán y harán cuanto puedan para oponerse al público conocimiento de la verdad?

El arca y el buen paño

He revisitado, con curiosidad e interés, el espectáculo Hablemos a calzón quitado, hoy en el Arniches. Tránsfuga de incontables teatros, desde su arrancada bonaerense; interpretado por tres perfectos desconocidos -y un silencioso suplemento madrileño, para cumplir con los equilibrios sindicales-; obra de un autor de quien nadie tenía noticias aquí, ese buen paño, ese magnífico espectáculo, se ha vendido, en su arca, después de unos iniciales titubeos. Es consolador que un espectáculo teatral -que, lógicamente, no puede afrontar los costes de la gran publicidad- remonte la barrera de los silencios sin otra herramienta que la buena nueva trasmitida, poco a poco, por los espectadores.Es, además, justo. Hablemos a calzón quitado -un título, para nosotros, verdaderamente infeliz- es una dolorosa y hermosísima indagación por los caminos, no siempre claros, de la búsqueda de la libertad. Su autor y principal intérprete, Guillermo Gentile, es de una maestría singular: dice lo que quiere decir, cuenta su historia como la quiere contar y acierta, con todo ello, en el centro de la diana. Inolvidable obra que nos ha llegado, con alguna pena, pero con bastante gloria.

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