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Reportaje:La maldición de Che Guevara / 2

Barrientos y Ovando, víctimas prominentes

A fines de abril de 1969 el general René Barrientos, entonces presidente de Bolivia, primero por un golpe y después por las urnas, descendió en su helicóptero cerca de la población de Arque, en las tórridas y polvorientas lomas del valle de Cochabamba, un escenario idéntico al de la revolución mexicana, por su panorama y por el aspecto de sus curtidos pobladores. Barrientos pronunció un discurso en quechua, bebió chicha de maíz y luego subió en su helicóptero, pero de pronto retornó, bajándose otra vez. Se había olvidado de distribuir el dinero que traía en la maleta. Además, antes de subir de nuevo al helicóptero, gritó que iba a otro pueblo, cambiando de rumbo. El helicóptero hizo una maniobra y el piloto buscó el paso entre dos colinas de más o menos la misma altura. En la borrachera sumamente alegre, pero obnubilante, de la chicha, no alcanzó a ver que: una mente práctica había aprovechado esas alturas para tender una amplia conesión de alambre telegráfico, ahorrándose dos postes. El helicóptero rebotó en el tenso alambre. y cayó verticalmente, incendiándose de inmediato. Por la temperatura, las metralletas de los edecanes de Barrientos se dispararon y dejaron los orificios que después concitarían tantas dudas durante la investigación. La macabra radiofoto de AP, con el cadáver de Barrientos fisónomicamente intacto, pero totalmente tostado, circuló por el mundo.Pero más allá de esta truculencia al spiedo, de la desaparición de uno de los militares con más arraigo popular que gobernaban en América Latina en ese momento, el alto mando boliviano, encabezado por el general Alfredo Ovando, se sintió aliviado. Es que se había descubierto un plan de Barrientos destinado a eliminar de la escena política un centenar de personalidades militares y civiles, comenzando por el propio Ovando, que iba a constituir un sólido frente de tipo nacionalista revolucionariofrente a lo que consideraban un excesivo entreguismo del entonces presidente ante los intereses de Estados Unidos. En el fondo de todo, las discrepancias sólo tenían que ver con la eterna lucha por el poder y la ambición, más militar que civil, que ha signado el destino trágico de Bolivia.

Se inicia la venganza del Che

En ese punto, con la muerte de Barrientos, calcinado en las tierras cochabambinas, que tanto amó, se inicia lo que podría llamarse «la venganza del Che Guevara», pero que no es otra cosa que el rosario de tragedias ocurridas a los militares que tuvieron alguna responsabilidad en su muerte. Históricamente debe aclararse que el Ejército boliviano no podía hacer otra cosa, cuando apareció la guerrilla guevarista, en 1967, que enfrentarla, y que lo hizo bien, además. No fueron los Boinas Verdes norteamericanos del coronel Shelton, que llegaron como instructores a Santa Cruz, los autores de la hazaña. Fueron los jóvenes oficiales, como Rubén Sánchez, Gary Prado o Mario Vargas (hoy ministro de Trabajo de Banzer) y los humildes soldados quechuas, y aymaras los que derrotaron a los guerrilleros, en una prueba que rehabilitó a las Fuerzas Armadas bolivianas en su capacidad operativa. La verdad histórica es que, salvo para muy pocos, la presencia del Che Guevara y sus guerrilleros es, entre los bolivianos, un acto de intromisión extranjera. Así lo pensaron entonces y por eso la combatieron. Y ello explica también cómo el Che Guevara no encontró respaldo entre los campesinos de la región.

A Barrientos le sucedió el vicepresidente civil, Luis Adolfo Siles Salinas, un abogado humanista sin mayor profundidad política, que rápidamente fue derrocado por el general Ovando, ya por entonces seguro de su ambición y de su gran designio. Siles Salinas ha cumplido en los últimos años una eficiente labor de crítica y protesta contra los excesos de la represión de Banzer y por la liberación de los presos políticos. Su convicción civilista es un hecho admirable en un país donde el poder ahora se lo disputan exclusivamente los uniformados. Y se lo distribuyen.

Cuando Ovando asumió el gobierno, a mediados de 1969, se confirmó que existía detrás de él un frente organizado, que incluía destacados tecnócratas y políticos civiles de centro e izquierda. Figuras prominentes del pensamiento joven boliviano, como Marcelo Quiroga Santa Cruz, Mariano Baptista Gumucio o José Ortiz Mercado, se asociaron con militares de mediano rango y gran perspectiva, como Juan Ayoroa, Samuel Gallardo y, creáse o no, el propio Juan José Torres y Hugo Banzer Suárez. Todos estaban en el mismo esquema ovandista, que era el de un nacionalismo con avance revolucionar ¡o gradual, con una provección hacia un estado moderno, por encima de las ideologías.

Entrega de hidrocarburos

Para que este sistema comenzara a funcionar, Ovando comenzó por eliminar la peor rémora barrientista: la entrega de la riqueza de hidrocarburos a la compañía norteamericana Gulf Oil. También se preocupó de la recuperación de los yacimientos de zinc de Matilde, cerca del lago Titicaca, y abrió el camino de la metalurgia en Oruro. Con estas medidas y el indiscutible hecho de su calificación de anticomunista, ya que fue el comandante de las tropas que derrotaron al guevarismo, Ovando encabezó el proceso que parecía superar, en novedad y audacia, al velasquismo del Perú.

Pero en 1970 la ultraizquierda, infiltrada en el sistema de Ovando, comienza a atacar a los ministros militares. El gobierno había permitido un periódico sindical de periodistas, «Prensa», para los lunes, suspendiera por decreto la aparición de otros diarios ese mismo día. Pensaban, quizá, en el ejemplo de España con «La Hoja del Lunes». Pero el periódico cayó en manos de gente, más que eficiente, irresponsable. Un día acusaron al propio ministro del Interior del gobierno que los sustentaba, el entonces coronel Juan Ayoroa, de haber tirado de la cuerda cuando se linchó y colgó al presidente Gualberto Villarroel, en 1946. Por obvias razones cronológicas, Ayoroa estaba en condiciones de probar que no hizo tal esfuerzo reaccionario en ese momento, y el gabinete de Ovando se dividió. La inexperiencia de su ministro de Informaciones, Kit Bailey, un ex sacerdote jesuita convertido en periodista de alto nivel, pero muy confiado en sus relaciones gremiales, abrió cauce al descalabro.

Un hijo perdido

Después, sobre la gestión bienintencionada de Barrientos se cerniría la aventura de una nueva guerrilla, en Teoponte. Pero el episodio decisivo de su desventura fue la muerte de su hijo mayor. Joven inteligente, con muchas aptitudes salió del esquema fácil del hijo de militar y rehusó la academia del Ejército para estudiar ingeniería en un cotizado instituto de Estados Unidos. Para el ambiente familiar boliviano, de un militar tipo, donde el nivel cultural es todavía muy bajo, y los conceptos de emancipación en la vida muy limitados, el hijo de Ovando era un orgullo del padre. Un día Ovando junior llegó hasta la sala de edecanes de su padre, el presidente, y le pidió a un de los oficiales aéreos que le llevara a conducir un «Mustang» de dos plazas para entrenamiento. El chico ya era piloto bisoño. El edecán aceptó y juntos subieron hasta la base aérea de La Paz, que está a 4.000 metros sobre el nivel del mar, y haciendo uso de la prepotente autoridad de un edecán acompañado del hijo presidencial -cuestión muy corriente en los Macondos latinoamericanos- salieron volando en el «Mustang F-51» (avión de cosecha de la segunda guerra mundial), con el pretexto de que iban a sobrevolar la guerrilla cheguevarista de Teoponte, a sólo quince minutos de vuelo de esa zona.

Lo que en realidad hicieron, después de circular sobre los profundos valles del Norte de La Paz, donde los caminos sinuosos bajan de los 4.500 metros de altura hasta los 700 sobre el nivel del mar, encima de un piso alfombrado por la selva más tupida y hostil, es volver hacia el plácido y prístino ambiente del Altiplano, de atmósfera enrarecida por la falta de oxígeno.

Para aquellos que observaban asombrados las hazañas del motociclista suicida norteamericano Knivel, que comete saltos mortales sobre cañadones y obstáculos sensacionales, como veinte autos estacionados, el sobrevolar el espejo apacible y misterioso del lago Titicaca en una máquina de muerte a gasolina sería todavía una prueba más audaz. Eso hizo el hijo de Ovando, matizando esa sensación de riesgo supremo con picadas y vuelos rasantes. Hasta que la panza del mortífero «Mustang» raspó el espejo de agua, la masa lacustre se agitó y le hizo perder la estabilidad al moscardón de hierro y combustible, que rebotó, haciéndose trizas.

De inmediato, Ovando cayó en el estupor y la enfermedad. Y perdió las riendas del poder. Su joven oficialidad, algunos ex combatientes de las fuerzas Rangers contra la guerrilla del Che, estaban siempre junto a él, custodiándolo y anunciando que ellos se lanzarían en una nueva guerrilla contra los militares reaccionarios que querían traicionar a Ovando. Nada de eso ocurrió. Ovando defeccionó, y los jóvenes oficiales buscaron apresuradamente el apoyo de otro general, J. J. Torres, quien tenía buenas intenciones, pero una credencial igualmente nefasta: también había sido jefe cuando murió el Che Guevara.

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