Recordando a García Lorca
Aunque todos queramos olvidarlo, sigue habiendo dos Españas. Por eso han sido dos los homenajes a Federico -el suciamente oportunista y el auténtico, propiciado por su familia-, como en otras ocasiones hubo dos homenajes casi simultáneos a Antonio Machado: el oficial y el de sus verdaderos seguidores.Como estas duplicidades suelen dar lugar a situaciones no siempre fáciles de resolver, quisiera empezar por rendir un tributo de admiración a la dignidad de la familia Lorca, y en especial a Francisco García Lorca, recientemente fallecido, que tan bravamente y con tanta razón han defendido el recuerdo de Federico, contra los que ahora quieren llevar el agua a su molino. Y no se diga que esto es perpetuar la guerra civil. Porque se trata de que en honor a la memoria de Federico, no se puede admitir una mano que sólo se tiende para explotar su valor, pero que no se tiende, desde luego, a los anónimos mutilados de la República.
Parece que fue ayer cuando volaba con Laura, Amparitxu y Paco, camino de Sâo Paulo, para participar en un homenaje internacional a Federico. Charlábamos. Y Paco se lamentaba de que en España no se hubiera aún apreciado a su hermano en su más hondo sentido; y aunque algunos pensarán que no hay poeta más leído que él, quizá tuviera razón. Quizá habría que hacer lo que Federico hizo ya en vida: prohibir a recitadores como González Marín, que era muy célebre en aquella época, la recitación del Romancero gitano, ofreciéndoles como única opción nuestro primer gran libro de poesía social: Poeta en Nueva York.
Durante aquel viaje, Paco me habló también de un libro que estaba escribiendo sobre su hermano, y que ojalá haya dejado en estado lo bastante avanzado para ser publicado, pues él no sólo porque estaba mejor documentado que nadie, como es fácil comprender, sino además, porque lo que me dijo apuntaba muy certeramente ciertos aspectos descuidados -¡sí, descuidados, pese a tantos y tantos mamotretos!- de la rica y compleja obra de Federico.
Fue en el curso de estas charlas con Paco García Lorca -antiguo «residente» de la calle Pinar, como yo- cuándo empecé a recordar algunas anécdotas de Federico, que aún vivían en mí adormecidas. Hay en especial una que quisiera repetir ahora, tal como se la contaba a Paco, no sólo porque nadie sino yo la conoce, sino también porque da una idea muy vívida de la generosidad, la limpieza y la alegría casi infantil de Federico: Era allá por 1928. Yo tenía diecisiete años, acababa de llegar a la Resi, y aunque cursaba Ingeniería me creía ante todo y sobre todo -no poeta todavía- sino pintor. Pintor genial, desde luego, porque a los diecisiete años todo lo que uno hace es genial. Ocurrió que un buen día vi en el escaparate de una librería un libro que me llamó la atención. Su autor me era desconocido, y su título -Romancero gitano- no me decía nada. Pero había en la cubierta un dibujo en rojo y negro que me fascinó. Así que me compré el libro: tres pesetas. Y venía leyéndolo en la plataforma del tranvía 8 (Bombilla-Hipódromo) que debía llevarme hasta la calle Pinar, en cuyo alto estaba la Resi, cuando un muchacho algo mayor me dijo: «¿Tú eres residente?» Le dije que sí; él me dijo que también, y me preguntó qué me parecía el libro que estaba leyendo. Le dije la verdad -mi verdad de entonces-: «iMalísimo! iHorrible!» ¡Y con qué torrente de adjetivos y tacos para convencerle! Entonces él me dijo: «Ese libro es mío. Me llamo Federico García Lorca», Yo no sabía qué cara poner. Al fin y al cabo no era más que un señorito cursi de San Sebastián. Y entonces estalló una enorme risotada, aquella fabulosa risa que Neruda llamó «de arroz huracanado». Era un vendaval que barría el polvo y la paja: una risa enorme, pero infantil y limpia, sin el más leve resquicio de resentimiento, sin el más mínimo intento de defensa. Porque la verdad es que se estaba divirtiendo enormemente. «¡Qué disparatón! », como tantas veces le oí decir después. Y así fue como comenzó nuestra auténtica amistad.
Federico era demasiado bueno. Y fue su condición de niño grande la que le perdió. ¿Cómo podía figurarse que iban a terminar en una guerra las bromas y las pullas de «La Ballena Alegre», allá en los bajos de Lyon? Los estudiantes de la Residencia y algunos actores de La Barraca teníamos allí nuestra tertulia. Y en una mesa próxima tenían la suya los primeros falangistas: José Antonio, Rubio, Alfaro, etcétera. A veces, unos y otro nos lanzábamos frases hirientes más o menos pirotécnicas. Pero, ¿cómo Federico, que tanto se divertía con lo que sólo parecía un juego, podía pensar que aquelo era el anuncio de su muerte y de la Guerra Civil?
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