w. d POM,_0graria e'
Gerald Brenan, ya un clásico de temas españolescon libros, como El Uberinto español o A 1 sur de Granada, ofrece en su Memoriapersonal una visión-del comienzo-de nuestra guerra civil.. Memoria personal es su propia autobiografla y se editará en castellano0 . I roximamente. L PAIS publica u-n extracto de los recuerdos de Brenan de aquel mes de, julio de 1936,. que hoy finaliza con la salida para Plymouth del autor.
Durante todo esW tiempo yo trataba de encontrar una manera de sa
car del país adon Carlos y a su fa
milia. Noera fácil. Sepodían com
prar pasaportes falsos, pero no ser
virían de nada porque era muy ' co
nocido-. ¿Podría conseguirle un pa
saporte extranjero? Sus hijos
mayores eran súbditos chilenos
porque los dos habían nacido en la
Tierra de Fuego y él mismo había
actuado una vez como cónsul chi
leno en la Argentina. Presenté una
solicitud al cónsul argentino que lo
era también de Chile y él telegrafió
a Santiago preguntando si podía
expedirle un pasaporte.
. La respuesta fue que no. Enton
ceshie puse al habla con el gober
nador civil de Málaga y conseguí
un documento permitiendo a don
Carlos salir del país, pero no tenía
valor sin estar.sellado por el comité
de salud pública, recientemente
Constituido.. ¿Sería prudente po
nerse en contacto con un comité
que llevaba un nombre tan'omino
so? Don.Carlós había trabajado
una vez en el municipio,con un re
publicano que podía quizá tener
cierta influencia. Fui a verlo y
descubrí que estaba dispuestísim ' o
a ayudar. Como todos los liberales
españoles, aquella situación le ho
rrorizaba, y. su hija, que cuidaba ' de
la casa, se encontraba presa de un
terror incontrolable, tan temerosa
de los anarquistas como de los re
beldes. El lobernador, sin duda
con la esperanza de ganarse un
protector para el día en que los mi
litares ocuparan el poder, prometió
hacer todo lo posible.
Mientras tanto el Gobierno chileno había empezado a Interesarse por la expatriación de familias españolas quemicluyeran una petsona de nacionalidad chilena, con tal de que sus miembros no estuvieran en edad militar. Esto le permitió al cónsul argentino redactar un documento que~ aunque sin autoridad legal -era solamente una recomendació1ri-, podía sernos de utilidad. Hice que lo sellaran en la oficina del gobernador civil y,. a través del gobernador, también en el comilé de enlace. Esto parecía suficiente, y como al día siguiente un destructor americano salía para Gibraltar, decidim- os embarcar en él a don Carlos y a su familia.
El cónsul argentino era insensi
ble al desánimo. Tomamos juntos
un taxi y nos dirigimos a casa de
don Francisco. Lo despertamos - de
la siesta y lo llevamos a la oficina
del comité de salud pública, que
afortunadamente estaba abierta.
_,Eí cónsul, que hablaba por los co
dos, hizo uso de una elocuencia torrencial para explicar la necesidad por parte del Gobierno español de crear una buena impresión en el extranjero y especialmente en Chile. Los fatigados funcionarios alrededor de la mesa acabaron por ceAl la mañana siguiente nos despertaron varias bombas de grueso calibre que cayeron enfrente de casa. Una de ellas rompió la ventana y rajó el espejo alto queteñíamos junto a la cama. ¿Qué blanco buscarían? Bajé a la calle-para ver los daños. Habían matado a un muchachito y su cuerpo yacía en la cuneta rodeado- por un grupo de gente. Su madre estaba arrodillada, con la cabeza del chico en el regazo, mientras las lágrima
corrían por las mejillas.
«Maldita sea lá guerra,» dflcila tarae yo fui-
mos a Málaga en treii. E~tábam,os
en un'café cuando en la mesa de al
lado se sentó un muchacho rubio
vde rostro mofletudo e inocente que
inmediatamente nos reveló su na
cionalidad. Hablamos con él y nos
enteramos deque era corresponsal
de un periódico inglés. Acababa de
llegar en coche desde Valencia y le"
costaba trabajo entender lo que
pasaba, porque apenas hablaba es
pañol. ¿Era cierto que en Málaga
todo el mundo era anarquista? Pa
recía tan Perdido en aquel am
biente que cuando nos invitó a ce
nar con él en su hotel y a explicarle
Ja situación, aceptamos. '
Estábamos tomando café en el -Patio en~cristalado cuando se apagaron las luces. En seguida oímos el moscardoneo de un avión, seguido del estallido de una bomba de gran calibre. Al instante la atmósfera del hotel se transformó. Los camareros, antes amistosos, comenzaron a miramos ceñudameñte como si nos creyeran de alguna. manera responsables. Voces furiosas y excita-aas llegaron desde la calle y patrullas armadas pasaron a toda prisa. Nuestro joveo periodista se puso en pie con intención de seguirles andando.
pero como no era noche para que un extranjero deambulara solo porlas calles, lo confiamos a una de las patrullas motorizadas que prometieron llevarlo a donde habían caído las bombas.
Como no teníamos medio de volver a casa, pedimos una habitader y redactaron.el pase. Regresamos.a los muelles, d~nde el destructor estaba esperando por nosotros, y den Carlos y su familia subieron a bordo. La fecha era el 26 de agosto.ción. Con voz ronca y malhumora,da. el gerente replicó que sólo tenían una, reservada normalmente para parejas en su luna de miel, que nos costaría más cara. Fuimos conducidos a una suite decorada en oro y rosal que contenía unábama de matrimonio con dosel y cortinai de muselina. Dos, amplias -ventanas daban a la Alameda. No era ciertamente la habitación ideal para una noche de- ataques aéreos ya que tenía por techo una cúpula casi plana de cristal a través de la cual se podía ver la luna llena que brillaba sobre nosotros. Allí p.ásamos la noche, escuchando el zum-
1 e los mosquitos que volaban, a nuestro alrededor y el ronroneo más siniestro de los Junkers dando vueltas'sobre nuestras cabezas. Cada vez que caía una bomba se oían gritos de «Traed a los fascist,as» y no sé si con razón o sin ella tuve la impresión de que un grupo armado iba buscando gente por las casas. A la mañana siguiente ' mientras desayunábamos, reapareció el joven periodista. Había visto algunos cuerpos destrozados por las bombas y después los de cuarenta hombres sacados de la ,cárcel al amanecer. para fusilarlos como represalia. Estaban a1a ~ista en una zanja abierta en.el cementerio.
'A los dos días nos tropezamos en
Málaga con otro periodista inglés.
Era un muchacho alto,- extraordi
nariamente bien parecido, de pelo
rúbio y ojos azules, a quien -vaga
m 1 ente recordaba haber visto años
atrás en una fiesta en Londres. Se
presentó comoHugh Slater y dijo
que trabajaba como corresponsal
del Dady Worker.
. Viajaba en un viej.o.Rolls-Roice con un intérprete español y quería
J
echar una ojeada al frente -de Antequera. Como yo haeía de corresponsal para el Manchester Guardia*n, me invitó a acompañarle. Llegamos hasta lo alto del puerto cercano al Torcal, donde se encontraba la línea del frente. Vimos`a tres o cuatro milicianos -con una ametralladora; una docena más se hallaban en una depresión varios cientos de yardas hacia atrás. LasIffleas enemigas se divisaban en la llanura a varias millas de distancia, pero los milicianos no enviaban patrullas de reconocimiento. Tampoco1abían cavado trincheras ni, peor aún-, se ha bían molestado en volar los puentes de la, estrecha carretera de montaña. Era obvio que unos cuantos tanques:V un batallón de infantería podían presentarse en la periferia de Málaga cuando quisieran. Los milicianos parecían aburridos y no man1festaban el n-.enor signo de entu.siasmo o de espíritu combativo.
Había llegado el, momento de que Gamel y yo abandonáramos b~álága. Mi cuenta corriente estaba casi agotada y no' había ferma ¿te que me mandaran dinero desde Inglaterra. Di a nuestros criados todo -lo que no nos era necesario y el 7 de septiembre salimos para Gibraltar en un destructor.T.odos los ingleses eran favorables a los rebeldesTodos los ingleses que cónocimos estaban de parte de los rebeldes. Era natural quizá, porque en la vida colonial el sentimiento de clase es muy intenso y, como el espíritu de Munich estaba, a en el aire, la .Y
admiración de los nacionalistas por la Alemania nazi y su abierto desprecio por los, países -democráticos.pasaban inadvertidos. Pero el apetito de aquellas gentes por -relatos de atrocidades -en los que todos los horrores se atribuyeran a los rojos, era inenos agrada
ble. Ya habíamos notado algo de esto en Málaga, pei-o,aqu~-donde tenía, menos excusas, estaba extendidísimo. Era lo que mi mujer describió adecuadainente ed-su libro Deaths Otherriingdom como la pornografia de la -violencia.
Esta tendencia morbosa existía también en-las perseñas con cargos de la mayor responsabilidad. Cuando aquel invierno. volví a Inglaterra mi Padre alquiló un cabap
llo para mí y estuve cazando un par
de días. En un refugio cercano a
Painzswick tropecé con un inteli
gente coronel de los in&enieros
realesque sentía curiosidad. por
conocer mis impresiones sobre los
aconteci - mientos españoles.
«Tuve una carta el otro día», dijo, «de sir Charles Harrington, el gobernador de Gibraltar. Me decia entre otras cosas que'los rojos habían hecho tumbarse a monjas desnudas en la calke principal de Málaga y luego pasaron con una apisonadora por encima, de ellas.Encontramos el Peñón abarrotado de españoles adinerados esperandoa que llegara el momento de regresar a sus ca.sas. Entre ellos es taba don Carlos, quien me dijo que trabajaba para el servicio secreto de los nacionalistas. Le pedí que al volver a Málag..t protegiera a don Francisco, a quien debía la vida y que, en cualquier caso, no era un rojo sino un liberal inofensivo, atrapado' en una situación que le desagradaba profundamente. ^
. «Estoy seguro de que lo fusilaremos», contestó don Carlos jovialmente. «Vamos a fusilar a todos los que hayan trabajado para los rojos».
En tiempos normalés no era un hombre inhumano, pero en aquella guerra las palabras humanidad y gratitud habían dejado de tener significado. ¿Puede ser verdad?».
. «Lo veo -muy dificil »,'contesté, «porque en Malaga no había ninguna apisonadora».
Nadie mató monjas en Málaga, ni cuando yo estaba allí ni después.
NO llevábarnos mucho tiempo
en Gibraltar cuando nos encontra
mos con Jay Allen. Era un placer
oír de nuevo su voz amable, tole
ra . nte y occiderital. Desde que le vi
porúltima vez había estado en
Marruecos, dende Franco le con7
cedió una entrevista, y después en
Portugal. Prensa británica y la por
tuguesa el núm ero de muertos en la
plaza de toros había sido muy eler
vado, pero Jay llegó a precisar que
no pasaron de dos mil. Cuando
tr . ansinití este dato a un inglés, lec
tor del New Statesman, su rostro se
encombreció, Hubiera preferido
cifras más elevadas: así sería mejor
el efecto propagandístico.
A finales de mes estábamos de vuelta en Gibraltar, donde resultó-, imposible conseguir pasaje para Málaga, así que nos embarcamos en dirección a Plymouth. Como no teníamos ropa de in.vierno y andábamos mal de dinero, desembarcamos en 1,nglaterra con nuestras largas y flotantes chilabas.
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