La primera Copa del Mundo de Félix
Fui afortunado: quería ver este Mundial, necesitaba verlo, al lado de mi hijo de 6 años
No sé bien para qué y cómo escribo esto, pero ahí va. Hasta que comenzó Qatar 2022, de los últimos cuatro Mundiales anteriores, entre Alemania 2006 y Rusia 2018, por mi trabajo de periodista había estado en tres. El que acaba de terminar este domingo con el penal de Gonzalo Montiel y el beso más romántico del mundo, el de Lionel Messi a la Copa del Mundo, lo seguí desde mi país: un par de partidos de Argentina frente al televisor junto a mis compañeros de redacción y los restantes, como esta final de hoy, entre amigos, mi familia y nuestros hijos en la consumación del rito final, el del fútbol, el asado y el fernet.
Aunque a mis 48 años viajé mucho también como hincha, en especial para seguir a mi equipo, River -volé a Japón para una final que perdimos 3 a 0, llegué con lo justo a España para una final que ganamos 3 a 1 y me subí en un ómnibus rumbo a Perú en un viaje de 85 horas, sólo de ida, para un partido que perdimos en los últimos tres minutos-, el campo magnético del fútbol es tan enorme que no sólo se vive en las tribunas. No sé qué pasó en este Mundial, o sí –el último de Lionel Messi, una selección que despertó la sensibilidad de las nuevas generaciones, la necesidad de festejar lo que se pueda en un país torcido, la atipicidad de un Mundial en verano para el hemisferio sur-, pero Argentina se convirtió en un estadio de fútbol, no desde ahora, en este domingo en que escucho las bocinas y los gritos en Buenos Aires, sino desde los partidos previos.
Si en 2026 habrá sede repartida entre Estados Unidos, México y Canadá, el Mundial 2022 ya se jugó en los campos de juego en Qatar y en las tribunas de Argentina para 50 millones de espectadores, a 13.000 kilómetros de distancia. Nuestros diciembres son especiales, ninguno más mortal que el de 2001, pero ya no tendrán únicamente un halo espectral o de reclamos de mejoras sociales: el de 2022 lo recordaremos como una toma futbolera de las calles. La estamos pasando tan bien -y vayan a saber cuándo termina este delirio- que dan ganas de decirle a Papá Noel que no, que gracias, pero que no hace falta que venga la semana que viene. Que regrese más adelante. Fui afortunado: quería ver este Mundial -necesitaba verlo- al lado de mi hijo, Félix, de 6 años, en su primera Copa del Mundo con consciencia.
En muchos de estos siete partidos de Argentina en Qatar 2022, también este domingo que ya está en la alfombra roja de este lugar del mundo en el que el viento sopla en contra, él y sus amiguitos –todos vestidos de Argentina, todos con la 10 de Lionel Messi en la espalda- se fueron por otros rincones de las casas a jugar y regresaban a las pantallas junto a los estallidos de los goles o en los momentos más tensionantes, como ante Países Bajos, esa batalla de las Termópilas en versión deportiva, o como hoy en el segundo tiempo cuando Kylian Mbappé demostró que era el enemigo irresistible, o en la definición por penales cuando me tiré encima de Félix para decirle “no tenés idea lo que es esto, el fútbol no siempre es feliz”. “Quiero ir a la pileta, el fútbol es un embole”, se había quejado un día de 38 grados cuando llegó a la casa de un amigo, antes del partido contra Australia por los cuartos de final, y, sin embargo, siempre volvía al televisor porque Messi hacía historia en tiempo presente. Porque encima, para un gallinita de River como mi hijo, Julián Álvarez comenzó a festejar los goles con sus gestos del hombre araña que hasta julio hacía vestido de rojo y blanco. Algún día podrá decirle que, en cierta forma, debutaron juntos: la primera vez que llevé a Félix a la cancha fue al partido en el que el 9 más insospechado de Argentina en el Mundial se estrenó en Primera División, un River-Olimpo de fines de 2018. Pero también pasó hoy: a Félix y sus amiguitos de 6 años les pregunté, durante el tiempo suplementario ante Francia, si estaban jugando al fútbol entre ellos porque los había puesto nerviosos el 2-2 o el 3-3 parcial y Francia nos había empatado de la nada, y me respondieron que el fútbol –los 90 minutos- les aburría. Les creí a medias.
Pienso en cómo fueron mis Mundiales más o menos a la edad de Félix y sus amiguitos -a mis 3 años y 10 meses, el que ganamos en Argentina 1978, o ya cerca de los ocho, el que perdimos en España 1982-, y advierto que hay cosas que entendería mucho después. En épocas en que todavía no sabía que el fútbol siempre exagera la vida y que los Mundiales exageran el fútbol, me enojé con mi papá y mis tíos porque, algunos meses o años después, recordaban asustados que Argentina había estado a punto de perder el Mundial 78 por un remate de un futbolista holandés que pegó en el palo en el último minuto de la final. “Pero si ganamos 3 a 1″, les replicaba yo, que desconocía que Argentina convirtió sus últimos dos goles en tiempo suplementario después de 90 minutos que terminaron 1 a 1 y que, efectivamente, por centímetros no se fueron para Ámsterdam en los segundos finales.
Fueron días –y en la final acaban de ser minutos y segundos- en que con Félix nos abrazamos después de cada gol y de cada triunfo, incluso de cada penal atajado por el Dibu Martínez. A partir de ahora le tocará a él, en los próximos años, armar su propia construcción de Qatar 2022, de Messi (que, ay, tal vez ya no juegue más en la selección) y hasta de Diego Maradona, al que no vio jugar, pero al que ya quiere como si hubiera sido contemporáneo suyo.
Yo no era tan futbolero a su edad, aunque en España 1982 me escapé de clase en tercer grado para preguntar cómo iba el partido contra Italia. En 2022 no hizo falta: en Argentina se suspendieron las clases cuando jugó la selección. Nadie lo cuestionó en el país, ni siquiera la oposición: el fútbol enseña mucho, casi a todo, a ganar, a perder, a estar en comunidad. La magia de Maradona y del Beto Alonso, ídolo de River en los 70 y 80, fueron el pegamento extra de una relación, la mía con mi viejo, que no siempre se había entrelazado con el adhesivo natural de la paternidad. Si trasvasaba con gotero sus te quiero, sus abrazos y sus besos es porque la calidez no formaba parte de su combo educativo. Entonces divisé el fútbol, un distrito en el que podía compensar mi necesidad de mayor afecto y, para que mi viejo fuera hincha mío, yo empecé siendo hincha de River y de Argentina. Espero que Félix no sienta esa necesidad, mientras sigo abrazándolo y diciéndole “te quiero” cuando Messi besa la Copa del Mundo.
Esta Copa del Mundo es una exaltación de esa insensatez permitida, autorecetada. El fútbol es nuestro viaje, nuestra ficción permitida, y un nuevo ejemplo de cómo aplasta nuestras lógicas más racionales. Hace poco leí Creí que mi padre era Dios, una recopilación de cartas a cargo de Paul Auster, relatos que los oyentes del programa de radio que el escritor estadounidense conducía en la década de los noventa le enviaron bajo una única premisa: que fueran historias reales de sus vidas. Subrayé un pasaje, “nuestros apegos son feroces; nuestro amores nos desbordan, nos definen, desdibujan los límites entre nosotros y los demás”, y celebré esta combinación entre fútbol, Auster y los viajes. A veces sospecho que el fútbol, tan real y ficcional, es un invento de la literatura. Mi hijo ya se abrazará a esa teoría, pienso, mientras Messi -con Félix a mi lado- besa la Copa del Mundo y, al fin, se pone a la altura de Maradona. Imagino que por eso escribí esto.
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